Ilustración de Flora Toyos de una fan en su cama junto a un poster de su banda preferida. Uno de los miembros sale del poster y le da la mano.

Ayuda mamá, creo que maté a mi ídolo

Por Agustina Ahibe

ILUSTRACIÓN DE Flora Toyos

A los catorce años escuché por primera vez a Bruce Springsteen. Lo conocí a través de una canción, que no es la más popular que tiene ni suelen pasar en las radios de madrugada, que dice:

Podés esconderte debajo de tus frazadas,

y estudiar tu dolor,

tallar cruces a partir de tus amantes,

tirar pétalos a la lluvia,

desperdiciar tu verano, rezando en vano,

por un salvador que se alce entre estas calles.

Yo no soy ningún héroe, claro está.

Toda redención que puedo ofrecerte

yace bajo este capot sucio

que puede remediarlo todo.

¿Qué más podemos hacer?

Un llamado a la fe: Springsteen me hablaba a través de la voz de un chico de 20 años. Era un cover en YouTube de una banda indie de cuatro chicos californianos. Tenían un disco solo y lo escuché entero, sentada en silencio como si me predicaran una verdad oculta. No es que sus letras, en un inglés muy simple, me dijeran algo en particular. Era el sintetizador angustiante, febril, y la voz del cantante: un alarido de falsete que intentaba ser punk sin terminar de lograrlo. Algo en cómo, en los videos, él se agarraba la garganta cuando cantaba, como si le doliera, una sensibilidad para mí inédita en un varón. Los chicos que yo conocía, los que iban conmigo a la escuela o a inglés particular, mis primos, los hermanos de mis amigas, ninguno de ellos sentía de esa manera.

Y si lo hacían, no me importaba: mis 4 chicos californianos eran algo distinto, con los dientes blancos, blanquísimos, y ni un solo grano. El pelo aplastado con gracia contra la frente, como se usaba en ese momento, y pantalones chupines muy ajustados. Fue así como en los meses posteriores volqué toda mi pulsión adolescente, toda esa turbación hormonal a adorarlos, al placer frustrado de amar parasocialmente, como se reza: con los ojos cerrados y la boca entreabierta (enchufada a un Mp4 comprado en el Once).

El fanatismo civiliza, pone en marcha mecanismos primitivos. Alfabetiza. Mi tía abuela nos contaba que ella le escribía cartas a Frank Sinatra cuando tenía 13 años. ¿A dónde las mandaría? ¿A qué dirección de correo? Mi tía abuela era, además, muy religiosa y de pronto entendí qué fibra secreta conectaba estos dos datos. Porque de la noche a la mañana se me había revelado una posibilidad infalible: la de adorar sin salir ilesa.

Bajé la cruz de madera que tenía arriba de mi cama marinera y que tenía grabada una oración para recitar antes de dormir. La reemplacé por un póster de mi banda de chicos californianos (considero que en esa cuestión mis ídolos ganaron de visitantes, porque el catolicismo tiene, pese a todo, muy buen merchandising). El póster me lo habían regalado mis amigas, que lo firmaron con marcador en inglés para entregarme un autógrafo apócrifo, porque sabíamos que nunca iban a venir a nuestro país. Cada noche, en mi camisón de dibujos animados ya un poco chico para mi edad, veía a mis ídolos en la pared sobre mí: estaban formados los cuatro en hilera, parados con las piernas un poco abiertas, en una épica muy viril, exhibiendo las guitarras colgadas y apoyadas en los muslos. Desde el ángulo de mi almohada, las zapatillas Converse que usaban se veían grandes; las piernas y los pantalones chupines se alargaban hacia las cabezas que se veían chiquitas, allá a los lejos. Mis cuatro cariátides californianas. Me dormía con la sensación de tener sus ojos clavados en mí. 

Cuando terminé la secundaria, el grupo se había separado. Arranqué la facultad y ellos perdieron terreno, bajé los posters. Las paredes de mi cuarto quedaron vacías hasta el día en que dejé de vivir en esa casa para mudarme sola. De ese amor furtivo que me tenía a los pies de cuatro desconocidos solo quedaron los pegotes de cinta adhesiva que estropearon apenas la pintura.

Hace unas semanas, casi quince años después, me acordé de ellos y quise volver a escucharlos. Pensé en esa tensión magnética y estática que sólo puede sostener una adolescente, que sólo puede salir bien si su ídolo habla otro idioma y vive a miles de kilómetros (en eso siempre gana el catolicismo: tienen muy buen storytelling). “Adorar es como andar en bici: sigue ahí, dormido, aunque no le dé uso”, pensé cuando me di cuenta que todavía sabía las canciones, que me acordaba en qué orden se reproducía el álbum. La voz de falsete, el teclado sintetizador agónico, esos hombres tan sensibles, tan diferentes, ahora me parecían lejanos. O mejor dicho: distorsionados, como se deformaba la imagen del póster desde de mi cama; como se estira y desfigura el sonido de la radio de un auto al alejarse. El efecto era rarísimo porque alteró mi propia percepción del tiempo: me sentí chica y vieja a la vez. No podía evitar verlos muy jóvenes y enternecerme un poco (yo ahora tengo diez años más que ellos en ese disco). Podría haberme quedado con eso, contemplar la incomodidad un rato y listo. Pero en cambio, arremetí contra la ternura: googlée.

Supe que de los cuatro integrantes uno hoy es rapero; otro es productor musical; otro tiene un dúo de folk con la esposa —porque tiene esposa—. Pero me faltó rastrear al cuarto, al cantante. No tiene redes sociales. Encontré noticias bizarras de personas que comparten su nombre.

En mi búsqueda me crucé con un podcast producido por profesores de una secundaria de la Costa Oeste de Estados Unidos. Pensé que sería alguna coincidencia, él tiene un nombre muy genérico de suburbio yankee, pero no: era mi ídolo adolescente, que ahora enseña literatura a chicos de secundaria. Que decidió alejarse de la industria musical, que sigue tocando la guitarra y produciendo un poco. Que dirige el coro de la escuela en la que trabaja. Que su pasado indie pop —esos años que para mi fueron tan edificantes— hoy le dan vergüenza, porque no sabía qué hacer con la fama y porque la fama sí sabía, en cambio, qué hacer con él. 

Por eso su anonimato lo hizo feliz: puso toda la guita que hizo como cantante en ir a un Ivy League College. Se casó. Se fue de California. Ahora solo es un maestro y un esposo. Por mi parte, yo no estoy tan segura de haberme ido de ese verano californiano (los posters siguen en la casa de mi mamá, guardados en un placard bajo la lógica de “en caso de nostalgia, rompa el cristal”).

Cuestión que respondí mails, almorcé y puse un ciclo rápido en el lavarropas: todo lo hice escuchando el programa, escuchando a mi ídolo adolescente contar que hizo su tesis sobre la representación de la clase trabajadora en la música country. Me regodeé pensando en este encuentro imposible que estábamos teniendo. Toda una vida más tarde, mi ídolo adolescente y yo trabajábamos de lo mismo (o parecido). Podría tomarme un café con este tipo y entendernos, aunque no fuera el que más me gustaba de la banda. Aunque no habláramos en ningún momento de su pasado pop.

Arremetí la búsqueda en Google de nuevo. Di con la página de la secundaria donde trabaja, con su perfil en la pestaña de “equipo docente”. El avatar de su foto despunta algunas canas. Tiene los ojos chinos, como Richard Gere. Siempre se pareció un poco a Richard Gere. Entonces vi su correo institucional y algo en la panza, un músculo en desuso, se me tensó. Frené todo lo que estaba haciendo, creo que hasta frené mis procesos fisiológicos por esos instantes eternos en los que debí concentrarme. Respiré para calmarme. Entoné para mí misma la proclama:

“¡Póngase serena y apunte bien! ¡Va a dispararle a un ex ídolo pop!”

Abrí mi mail. De golpe me encontré redactando un correo, por compulsión ciega. Yo, que me enseñé a mi misma el idioma escuchando música y leyendo blogs, reconozco que mi inglés se quedó para siempre detenido en la voz de una chica de quince años. Cuestión que heme aquí, oculta en el lenguaje, escribiendo una especie de carta de fanática, apresurada, que en verdad no dice nada. Lo importante de ese mail era estar escribiendo, como cuando escribías con liquid paper un banco de la escuela (nadie se acuerda qué escribió con liquid en su banco de la escuela). Terminé el correo así: I love you <3  🙂

El ruido que hace mi lavarropa cuando avisa que terminó el lavado me devolvió a esta dimensión, a mi lengua en español, adulta y precisa. Releí el pegote verbal que acababa de producir: los emoticones construidos con signos auxiliares, algunas faltas ortográficas. “Si este mail fuera materia biótica –pensé– tendría olor a chicle”. Sentí vergüenza. 

Descarté ese mail y volví a redactar otro. En ese segundo intento me presenté abandonándome a una mentira que no lo espantara pero que saciara mi instinto de animal rapaz: “Tengo quince años y quisiera hacer un intercambio cultural en su secundaria, etc.”. Enviar. Contuve el aliento como si con ello retuviera además el conjuro del tiempo, como se aguanta la respiración cuando se pasa por un túnel y se pide un deseo. Antes de arrepentirme, me llegó su respuesta. Esto fue lo que mi ídolo adolescente dijo, en inglés:

“Gracias por tu interés. No estoy al tanto de que la escuela cuente con programas de intercambio para personas de tu país. De cualquier modo, deberías dirigirte al correo de alumnos que te adjunto a continuación. Mis mejores deseos, Z…”.

Firmó con su nombre de pila. “Es como un autógrafo –me dije– pero un autógrafo de verdad”. El mail aparece enviado desde un IPhone. Imagino a mi ídolo adolescente estacionado frente a su casa, leyendo la notificación de su mail de trabajo con fastidio y respondiendo con amabilidad a esa chica que nada tiene que ver con sus problemas de adulto, con la esposa que lo espera detrás del candor de una ventana suburbana yankee, con la sala de profesores en la que toma café, con sus padres que empieza a notar viejos, con los hijos que aún no tiene, con el lavarropa que hace música para avisar el fin del ciclo del lavado. Después de responder el mail, imagino, se rasca la barba con canas y suspira antes de entrar de nuevo a su hogar, a su vida anónima.

Pensé que escribirle a mi ídolo pop iba hacerme reir, como llamar al teléfono del chico que me gustaba con mi prima y cortar cuando atendía su papá. Pero descubro dos cosas: 

Primero, que ya no soy amiga de las tres compañeras de escuela que me regalaron un autógrafo falsificado a los quince. Con ese gesto, ellas fundaron en mí la mentira, fue la levadura que hizo crecer todas las otras fantasías y falsedades que alimentaría después. Sé que hoy ellas hubieran entendido esta épica epistolar, pero estoy sola, en mi hogar adulto, con ropa que debería colgar en el tender.

Lo segundo que descubro es que una náusea me invade, una verguenza en forma de vértigo que me hace zumbar los oídos calientes como si estos atrajeran toda la sangre de mi cuerpo. Me siento tosca: arruiné algo y no se qué. Algo que era mío —como que esos cuatro chicos sigan teniendo 20 años en un verano californiano oculto en algún pliege de mi cerebro— pero que también era de él.

Removí esa distancia entre mí ídolo juvenil y yo. Extinguí para siempre esa brasa que me quemaba los nervios adolescentes con un mail. Y era una pena bárbara, porque fue como rematar de un cascotazo lo último que a un hombre le queda de la fama, que era el olvido.

Una mezquindad caprichosa que rompió un hechizo. Yo maté ese poco que nos quedaba a ambos, asesina como soy desde los quince años, cuando descubrí que el gusto a metal de mi ortodoncia era muy parecido al sabor de la sangre.

15 de mayo de 2025

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