Una invitación a abrazar el vacío Por Eugenia Barmasch

Una invitación
a abrazar el vacío

Lo primero que escuché en la música de Lorde fue el silencio: un escandaloso vacío flotando entre golpes de percusión monótonos.

Ese 2013 yo era una adolescente y tenía muchas cosas que hacer. Pensar una carrera que me apasione y que me haga sentir realizada, ir a tantas fiestas como fuera posible, enamorarme, sufrir uno o dos corazones rotos para finalmente encontrar una persona que me ame y ponerme de novia. Eso era lo que hacían los jóvenes en las películas, los temas que se repetían sin parar en las canciones que hacían retumbar los vidrios espejados de los boliches. Y en el fondo de todos esos deberes estaba el oscuro augurio con el que crecemos, siempre reiterado por padres, abuelos, tíos: “qué no daría por volver al secundario”, “estás viviendo los años más felices de tu vida”, “aprovechá que después se acaba la joda y la cosa se pone seria”. Había una sensación de inminencia, de una cosa que terminaba y otra que empezaba, que nos empujaba a vivir al máximo antes de que sea demasiado tarde. Entre todas esas sentencias, el silencio que se repetía en Pure Heroine no podía menos que resultarme atractivo.

El tema más conocido del disco sin dudas fue “Royals”. Samsung había sido rápido en procurárselo para una publicidad y en la tele aparecía un coro de niños convenientemente diverso cantando a cappella que no aspiraba a lujos en la vida (no había que prestar mucha atención para detectar la ironía cuando el anuncio culminaba en un primer plano de un celular chato y brillante). El single sonaba en shoppings, peatonales, calles atestadas de negocios, patios de comida.

Sin embargo, a mí la primera canción que logró cautivarme fue “Team”. En el mismo año que Miley nos arengaba “hands in the air like we don’t care” (“las manos al aire como si no nos importara”),  Lorde parecía responderle cuando decía: “I’m kind of over gettin’ told to throw my hands up in the air” (“Estoy un poco harta de que me digan que levante las manos al aire”). En esa voz despojada había algo del cansancio que yo misma sentía respecto a un mundo que no paraba de decirme qué debía hacer. Escuchaba la canción sobre todo en el tren y disfrutaba de la armonía entre los versos “We live in cities you’ll never see on-screen, not very pretty, but we sure know how to run things” (“Vivimos en ciudades que nunca vas a ver en la pantalla, no muy lindas, pero sí que sabemos cómo hacer funcionar las cosas”) y las imágenes que se deslizaban por mi ventanilla hasta desaparecer: vendedores de garrapiñada, baldíos extendiéndose al costado de las vías, perros callejeros corriendo. Lorde cantaba sobre un universo que me era mucho más cercano que la mansión californiana de Miley.

Viajábamos mucho en transporte público ese año. De mis amigos, pocos tenían edad para manejar, ninguno tenía auto. Varios nos tomamos por primera vez el tren hasta Capital entonces. Íbamos a los boliches del centro porque nos parecían más cool o hacíamos trámites para el ingreso a nuestras respectivas universidades. La facultad era un tema recurrente entre nosotros. Hablábamos de ella con la ilusión de chicos que se inician en la vida adulta, pero jamás del miedo que eso mismo nos provocaba. Tal vez nos negábamos a aceptar que todo podía salir mal. O tal vez muchos simplemente empezábamos a distanciarnos, a ver la erosión de ese vínculo, que nos había unido en la infancia, a medida que crecíamos para ser personas muy diferentes. 

Por eso era un gran consuelo escuchar a Lorde describir exactamente cómo me sentía en “Ribs”: “And I never felt more alone, it feels so scary getting old” (“Y nunca me sentí más sola, se siente tan aterrador envejecer”). Incontables veces escuché ese tema de noche, cuando todos ya se habían ido a dormir. Llegando al final de la canción, su voz parecía desesperarse y repetía: “I want ‘em back, the minds we had, how all the thoughts moved ‘round our heads” (“Las quiero de regreso, las mentes que teníamos, cómo todos nuestros pensamientos se movían en nuestra cabeza”). Ahí veía condensada una sensación que para mí era recurrente en esa época y de la que nadie parecía hablar: el luto por lo que se pierde. Los temas agridulces de Lorde lograban hacerse un espacio entre el pop anglosajón de moda que nos invitaba a bailar, a enamorarnos, a vivir la vida al máximo. Un espacio que, paradójicamente, ella rellenaba con vacío: no solo era el minimalismo en el sonido, sino también en la incertidumbre de una adolescente sin grandes verdades que declarar.

Pero la sensación que transmitía el disco entero no termina por ser negativa. Lorde lo abre cantando “We’re so happy even when we’re smilin’ out of fear” (“Estamos tan felices incluso cuando sonreímos de miedo”) en “Tennis Court”, y declara su amor de una forma dulce y sencilla al decir: “We’re never done with killing time, can I kill it with you?”(“Nunca terminamos de matar el tiempo, ¿lo puedo matar con vos?”) en “400 Lux”. El vacío no siempre era el lugar del desconcierto. Muchas veces era un espacio amplio donde estirar un cuerpo tensionado, un hueco libre de mandatos en el que refugiarse.

Es precisamente la canción que cierra el disco, “A World Alone”, la que creo que mejor encarna ese espíritu. Aunque tenga los versos más sombríos del álbum  —“One day the blood won’t flow so gladly, one day we’ll all get still” (“Un día la sangre no fluirá tan alegre, un día todos nos quedaremos quietos”)—, los acompaña un ritmo alegre, incluso bailable en el estribillo cuando su voz repite “Let ‘em talk, ‘cause we’re dancing in this world alone” (“Dejalos hablar, que estamos bailando solos en este mundo”). A esta invitación a bailar la encontraba muy distinta a las que Miley y tantas cumbias y reaggetones nos ofrecían por entonces. Más que el goce de la fiesta, era un gesto de rebeldía: hacerse un espacio en el medio de las expectativas y la ansiedad por el futuro que nos acechaba y armar ahí mismo una pista de baile. 

Ocho años más tarde, puedo decir que ningún disco logró acompañarme durante la adolescencia como lo hizo Pure Heroine. Lejos de los himnos al amor y la euforia (que también fueron parte de esos años), en Lorde vi la esencia de una edad que no es ni la infancia ni la adultez y que suele abrumar por la falta de certezas. Pero más que dejarse llevar por el miedo que ahí estaba,  Pure Heroine me acompañó en la adolescencia como ningún disco porque fue una invitación a sacar lo bueno de lo malo, a aprovechar ese gran vacío y usarlo para bailar.