Un banjo y un sintetizador

Un banjo y un sintetizador: mi apertura a nuevos mundos viejos

Por Federico Bongiorno

ILUSTRACIÓN DE Huilén Richeri

Como cualquier ávido fan de la música, me vi en varias ocasiones preguntando y respondiendo la clásica pregunta de “y vos, ¿qué música escuchás?”, ese interrogante que a todos nos resulta un tanto incómodo pero aún así no podemos evitar repetir en vías de conocer a otra persona. Personalmente, nunca me sentí satisfecho cuando me contestan “de todo un poco”, porque suele ser una respuesta poco honesta y/o largamente vacía. Entonces, yo, que sí considero escuchar “de todo un poco”, me veo obligado a seguir mis propios principios y contestar con mis géneros favoritos: “El pop es lo que más me gusta, pero también me encanta el R&B, el reggaetón, el rap, el country…”; y en más de una ocasión he visto una ceja levantarse ante esa última mención. Y sí, ¿cómo explico que un argentino nacido en los 2000s, que no tiene lazos generacionales ni tradicionales ni demográficos, pueda sentir tanta devoción a un género hecho por y para personas que poco tienen en común con él? 

Mi introducción al profundísimo pozo de la música comenzó a darse cuando tenía apenas 11 años, gracias a Lady Gaga. A través de su figura me adentré en la industria pop plenamente, yendo desde el mainstream hasta lo más experimental. Pero, por mucho tiempo me encontré frente a un inconveniente que marcaba un fuerte contraste con respecto a quienes compartían mi pasión: se me hacía casi imposible disfrutar de la música creada antes de mi nacimiento. Este sentimiento también se extendía a otras de mis pasiones culturales, como el cine y la televisión: tenía un sinfín de datos en mi cabeza sobre todas las series del momento, incluso aquellas que eran canceladas por su bajo rendimiento después de un par de semanas, pero no podía enfrentarme a un sólo episodio de ‘Seinfeld’. 

Y así me sucedió por mucho tiempo con la música: no me atraía en lo absoluto profundizar siquiera en las discografías de artistas que influenciaron a aquellos que admiraba en el presente — ya sea porque era ignorante frente a las grandes similitudes que podría encontrar con mis gustos actuales, porque no podía acostumbrarme a las técnicas de producción, o porque me costaba realizar una conexión con relatos de tiempos ajenos al mío y con sus maneras de presentarlos. 

Aún así, siempre sentí que podía estar perdiéndome de algo muy valioso, y fue cuestión de tiempo que entendiera que, no sólo muchas de esas diferencias no existían en la realidad, sino que, cuando sí se presentaban, podían ser fascinantes. Puede sonar un tanto irónico, hablando de un tipo de arte ampliamente relacionado con el conservadurismo, decir que el country me abrió la cabeza — pero es verdad, y lo hizo permitiéndome abrazar el pasado. Fue en ese momento cuando comencé a comprender que era posible forjar un lazo con lo foráneo si dejaba ir mis preconcepciones y optaba por concentrarme en encontrar la raíz de mis disfrutes.

Lo que inicialmente y hasta el día de hoy me cautiva de la música pop es, casualmente, la carencia que tiene el country — esa carencia que es, a su vez, la razón de mi admiración hacia el género. La industria pop es increíblemente fluida y ampliamente abarcativa: todo se siente y debe presentarse cien veces más grande que lo usual y la renovación es tanto ley como moneda corriente. La definición de música pop sigue siendo puramente subjetiva y se encuentra en constante evolución, como también sucede con el concepto de la popularidad en la música — y es por esto que es común ver a artistas como Miley Cyrus y Halsey, usualmente agrupadas dentro del género pop, adentrarse en nuevos universos sonoros con mayor frecuencia que a creadores pertenecientes a otras escenas. El pop, más que ningún otro género, demanda reinvención y adaptación en todo momento; mientras que en espacios diferentes, esa actitud puede identificarse como una falta de personalidad artística. 

El country, por otro lado, se presenta orgullosamente estático. Los relatos son pequeños, la audiencia valora la continuidad y los artistas buscan honrar la música con la que crecieron. Es por este mismo motivo, quizás, que a través de los años persiste un movimiento en el género de realizar reinterpretaciones de canciones antiguas que logran revivir e incluso superar el éxito de sus antecesoras. Esto no necesariamente indica una falta de interés en la novedad, sino que apunta a observar la diversidad musical desde otro lado: a buscarla en los arreglos instrumentales o en las experiencias individuales de los letristas, y no necesariamente en despampanantes puestas en escena o en el descubrimiento de un sonido no antes oído.

De alguna manera, el pop y el country en papel no son más que opuestos complementarios: mientras que aquel trae consigo una agilidad admirable al punto en que estar al tanto de sus constantes movimientos podría considerarse un trabajo a tiempo completo, este representa un ideal de familiaridad y relativa simpleza, con una sinceridad innegable e historias que, si bien menos fantasiosas, no dejan de ser cautivantes. 

Un gran factor que motivó mi atracción inicial a la música country fue la presencia femenina. Desde Sara Carter hasta Kacey Musgraves, pasando por Loretta Lynn, Reba McEntire y The Chicks, las mujeres del género han sido una gran influencia artística y social — en instancias, obteniendo menor reconocimiento del que merecen al día de hoy. Este es, quizás, uno de los puntos en común con el pop más sencillo de identificar: estas figuras que pisan sus respectivas escenas y se niegan a pesar desapercibidas logran ser cautivadoras y sobrepasan cualquier construcción mental. 

Dolly Parton y Madonna no necesariamente comparten enfoques sónicos ni líricos ni estilísticos, pero ambas, como tantos otros, tienen el admirable poder de atracción que las hace inclasificables a los ojos del público. Al día de hoy, por más que estos nombres ya no dominen las olas de sus respectivas escenas musicales, han quedado cementados en la consciencia colectiva gracias a la memoria y a la visibilización de su impacto. Dolly se convirtió en una figura casi maternal para los estadounidenses, porque no sólo logró tocar los corazones de la generación que escuchó su música en la radio, sino que también continúa haciéndose notar por su humanitarismo y por la constante referencia de los nuevos íconos a su arte. Madonna, por otro lado, es reconocida por haber abierto las puertas a una discusión menos juiciosa de la sexualidad femenina en la música y por establecer la importancia de ser multifacética. Encontrar estos talentos es lo que hace el proceso de desconceptualización y apertura sea mucho más sencillo para el oyente, porque permite incorporar el simple precepto de que la música nunca ha existido con el objetivo de movilizar a un determinado modelo de persona.

Mis gustos musicales me han llevado a oír cercanamente las voces de ambos bandos en esta cuestión: están los fans del country, que aseguran que la música pop no es más que un producto manufacturado exento de alma y de calidad, y los fans del pop que afirman que el country representa un ideal musical obsoleto y falto de variedad. Por supuesto, estas son sólo generalizaciones y sí existen superposiciones entre los públicos: ¿cómo no podría haberlas, cuando los límites de cada género son debatibles y cada vez hay más artistas dispuestos a incorporar elementos de cada uno en sus producciones? Lil Nas X tuvo uno de los mayores éxitos de la década pasada con “Old Town Road”, una canción que interpola elementos del pop, del country y del rap. Luego de lanzar un EP y un álbum, aún persisten debates sobre si corresponde etiquetarlo como un rapero o una estrella pop. La realidad es que lo que podría haber representado una dificultad de alineación clara con un público definido y, por consiguiente, un problema de comercialización, terminó siendo un beneficio para crear y fortalecer una marca y ampliar los horizontes musicales y aumentar sus seguidores. Si las tendencias actuales nos sirven de índice, podemos afirmar que estamos más cerca de que el caso de Lil Nas X sea una norma más que una excepción.

Por más tentador que fue en su momento adherirme únicamente a un grupo de pertenencia musical, fue a través de ciertos puntos de encuentro con otros géneros que fui lentamente deshaciendo esas nociones — nociones que en muchos casos ni siquiera los artistas que admiramos suelen compartir. En el año 2016, Lady Gaga lanzó su quinto álbum de estudio Joanne, ampliamente reconocido como la instancia en la que una gigante indiscutido del pop maximalista optó por meter los pies en las aguas del country y reducir su iconografía a un sombrero rosado y unos shorts de jean. Si bien sería erróneo asumir que generó un cambio radical en las preferencias musicales de su base de fans, sí considero que existe más de un caso, como el mío, para el que ese imaginario de opuestos superficiales se deshilachó. 

“Y entonces, si quiero escuchar country, ¿por dónde empiezo?”. Además de las cejas levantadas, también en ocasiones recibo esta pregunta en relación a mi admitida apreciación por el género. Mi contestación depende generalmente de quién me esté hablando: si es un fan del rock, probablemente lo dirija a Hank Williams, si le gusta el pop contemporáneo a Kelsea Ballerini, y si disfruta de lo suave y delicado a Emmylou Harris. No afirmo que siempre mis recomendaciones sean exitosas, pero sí puedo decir que la recepción — en algunos casos, sorpresiva incluso para ellos mismos — me demuestra que convertirse en oyente de este género como de cualquier otro que no consideremos similar en apariencia puede ser tan rápido y sencillo que ni amerita el uso del término “transición”. Todos nuestros disfrutes artísticos están marcados por un sinfín de condiciones socioculturales y personales y, si bien quizás sea imposible eliminarlas de la ecuación, la curiosidad y el deseo innato de explorar pueden ser herramientas para dejar de verlas como un impedimento.

Existe un prototipo establecido de fanático en la cabeza de los oyentes para cada género que se nos pueda ocurrir — y me cuesta pensar en alguien que no los tenga adheridos, por más de que varíen en intensidad. En mi constante experimentación con el arte de escuchar, descubrir y redescubrir música pude darme cuenta de que es una experiencia reveladora abrirse a la posibilidad de consumir un producto que nunca creímos que disfrutaríamos por el simple hecho de que no lo vemos dirigido al tipo de personas que representamos. 

No creo que mi experiencia con la música pop y la música country y mis dicotomías frente a lo contemporáneo y lo remoto sean únicas ni radicales; por el contrario, creo que responden a una tendencia latente que tenemos todos de redefinirnos a través de nuevas interpretaciones sobre el mundo que nos rodea. Hace poco empecé a cuestionarme por qué nunca consideré la posibilidad de que también podría disfrutar de un género y de una escena como lo es la del metal, por ejemplo — y si bien pueda resultar intimidante adentrarme en esa búsqueda y no puedo asegurar que efectivamente lo incorpore como un gusto personal, sé que me separan menos límites de los que pienso. Considero que hay unicidad en cada estilo musical que nos podamos cruzar — y esa unicidad siempre trae consigo algo especial — pero al fin y al cabo somos dueños de nuestra manera de consumir el arte; y somos nosotros, y no el artista ni su público usual, quienes le damos un propio significado a cada canción, a cada sintetizador y a cada banjo que pasa por nuestros oídos. 

2 de mayo de 2022