Ilustración de un chico revisando fotos en el suelo mientras toma mate.

Siempre hay un pero

Por Julián y yo

ILUSTRACIÓN DE Angie Juanto

Qué pasa si te digo que estoy sentado en el pasto, que no pica, que es sábado a la tarde y el cielo es de un azul potente, parecido a como lo era el primer día en que salí a andar en bici solo. También te puedo decir que cuando me levanté de la cama entraba por la ventana un viento tibio que me acariciaba los tobillos y me hacía cosquillas, que ahora estoy tomando un mate recién cebado, que la yerba no es muy amarga ni tampoco aburrida, y que tengo un libro que me encanta a un costado y cuando lo abro puedo leer largo, sin correr la vista. 

Bien, ¿y si ahora te digo que vine a despejarme un poco para olvidarme de que me quedé sin trabajo y tengo que pagar el alquiler? ¿O que mi pareja de diez años me dejó y se fue a vivir a otra ciudad y estoy aprendiendo a estar solo? ¿O que estoy en un país que no conozco, donde tampoco conozco a nadie y al final no se parece tanto a lo que imaginaba sobre la idea de mudarse de continente?

Que no cunda el pánico, ninguna de esas cosas pasaron. Pero supongamos que sí, elijan la que más les pese. 

Entonces, ¿qué pasa ahora con lo primero que conté? Ya no es lo mismo. Ese cielo espléndido ahora es muchas otras cosas: el viento, el pasto, el sol, la yerba, el libro, el sábado, todo eso, se tiñe. Las imágenes pierden el brillo y la nitidez que tenían al principio, todo se ve con un lente opaco. Un cliché: me gusta pensarlo como aparece México en las películas yanquis, con ese filtro sepia. Si todo se tiñe es porque hay una fisura, y si hay una fisura, existe un pero. Si existe un pero, tenemos una historia. Y acá voy a citar a Hebe Uhart, en Las Clases de Hebe Uhart de Liliana Villanueva, es ella quien habla de la fisura y el pero. Hebe dice que «todo cuento tiene un pero» y habla de «ver las fisuras que tiene uno.» Si me hubiese quedado con el día perfecto que narré al principio, hubiera pasado de largo fácilmente: «Los triunfos no son comunicantes porque la gente entra por la fisura. Pero para asumir las propias fisuras hay que ser fuerte.»

Toda esta introducción es para hablar de la que para mí es una de las mejores canciones del mundo. ¡Y es argentina! Estoy hablando de “Un recuerdo de vos y de mí” de Rayos Láser, una banda hermosa, a la que sólo podes desearle cosas buenas. Les recomiendo escucharla ahora mismo si están leyendo esto. Si ya le dieron al triangulito de play, procedo. 

El mundo nunca estuvo mejor,

el viento no dejó de soplar,

cantamos en la noche que nunca fue,

viajamos en el tiempo.

Hace un tiempo leí un prólogo de un libro de Jarvis Cocker donde decía: “leer una letra es como ver la televisión sin sonido: solo recibís la mitad de la información.” Y esto me parece muy acertado, porque no puedo concebir esta historia ignorando lo que la engloba: una guitarra acústica rasgueando acordes melancólicos que no se apuran por cambiar; la voz de Tomás Ferrero que parece flotar en la mezcla, una voz super humana, y por lo tanto mundana, y con esto quiero decir real. Hasta ahí tiene un tono nostálgico pero no autodestructivo, uno puede ver la escena veraniega, se puede hasta sentir la brisa. La melodía es simple y tiene aire, tiene repetición, y eso te contiene. Es como esas fotos que ves y pensás: pero cómo, ¿antes todos eran felices? Recuerdo una foto noventosa de mi hermano con sus compañeritos y mi hermana –más chica que él– a un costado. Estaban festejando un cumpleaños en lo de mi abuela Tita. De fondo, se ve la cancha de padel que todavía no estaba resquebrajada y que conservaba el tono azul original. La foto parece sacada por un fantasma: todos los niños están sonriendo mientras ignoran la cámara. Atrás, se ve una mesa con sanguchitos de miga y papas de paquete en platos descartables, botellas de Pepsi y Fanta de vidrio. Sólo aparecen un par de adultos sin presencia, con las caras desdibujadas, perdidos en el fondo con los brazos descansando en la cintura, tranquilos.

La música nos hace bailar,

hoy cuesta pero puedo intentarlo.

Las luces de la calle me pegan mal,

llegamos a tu casa.

Volviendo al tema. De repente estamos en el presente, vemos a alguien bailar, parece que trata de salir adelante, no sabemos de qué situación, pero da la sensación de que las cosas en su vida están mejorando. El bombo y el bajo aparecen como un corazón que late, firme, en una canción que pulsa a 100 beats por minuto: la velocidad para hacer RCP, y también la de la música que nos hace bailar. Me hace pensar que está en un entorno de festejo, y tomó la cantidad de alcohol justa, quiero decir, la medida de alcohol que cuando hay que darle detalles de una escena festiva a un amigo, uno dice: “no estaba muy en pedo, estaba… feliz.” De pronto, llegamos a tu casa

Pero no estás,

no te encontré,

como un reflejo te imaginé.

Para entender debo seguir,

con el recuerdo que tengo

de vos y de mí.

Okay. ¿Y ahora qué hago con todo esto? Porque yo solamente estaba escuchando una canción y de repente es como si me aventaran con palabras en la cara, y éstas fuesen duras como ladrillos de LEGO. Parecido a cuando te dicen: “¡Pensá rápido!” y te tiran con algo –frágil muchas veces– y, casi siempre, ese algo se te escapa de las manos. Y se rompe. 

Ese pero, es como una curva pronunciada. Y el oyente es un conductor que no la ve venir –cegado por el reflejo del sol– y se estrella contra un edificio de hormigón a ochenta kilómetros por hora. Letal, incluso en el mejor de los escenarios posibles. 

Tengo el recuerdo borroso de escuchar muchas veces a alguien de mi familia –no sé a quién– decir en tono de reproche: “vos siempre tenés un pero.” Tampoco recuerdo si esa frase iba dirigida a mí o a alguien más. Era claramente una acusación, pero mi mente, hasta ese entonces inocente, pareció tomarlo como algo positivo, y borró todo lo demás. Incluso, me parecería interesante, por ejemplo, escribirle a alguien: “vos siempre tenes un pero eh” y a eso sumarle tres emojis de la carita sonrojada con corazones. 

Al contrario de esta canción y de lo que conté al principio, también podría contar una historia arrancando por lo incómodo, lo negativo o doloroso. Podría hablar de mi vecina. Se me ocurre decir que es una persona que siempre sale de su casa arrastrando un olor a cigarrillo y café densos, que jamás se le escapó una sonrisa, que a veces incluso no me responde el saludo y que cuando me mira tiene unos ojos que parecen un túnel de oscuros, y que se ensombrecen más con sus ojeras, como si la luz nunca llegara a darle en la vista. Acabo de darte una idea de lo que veo yo en mi vecina y vos harás tus suposiciones y juicios. Y si ahora te digo: pero un día salí a sacar la basura y se me cerró la puerta con el viento cuando ella justo llegaba a su departamento, entonces me invitó a pasar y mientras buscaba algo para mover el pestillo y ayudarme a abrir la puerta, me ofreció un café y me pidió perdón por el olor a cigarrillo que había en su casa, avergonzada, contándome que fumaba mucho desde que se había muerto su hijo, y que eso la tenía mal. Hebe cuenta de su vecina que es “grande pero muy apendejada por la forma en que se viste” pero que un día se la encontró en el pasillo y ella le dijo: “yo rezo por vos”, y que eso chocó con la imagen superficial que tenía de ella. En ambos casos, todo cambió gracias a un simple pero. Odio las frases hechas pero esto me lleva a pensar en que nada ni nadie es tan genial ni tan terrible. Por suerte, siempre hay un pero.

Hace unos días vi Close, un coming of age sobre dos niños de trece años que tienen una amistad muy íntima y física: caminan de la mano, duermen juntos, se cuentan sus miedos en la cama. Al entrar en la adolescencia, este vínculo se ve cuestionado por sus pares desde el primer día de clases, quienes se burlan de ellos, generando un distanciamiento entre ambos. La película muestra varios planos largos y lentos de uno de los personajes en silencio en distintos lugares, dónde las únicas voces y sonidos que se escuchan son fuera de campo. En estos momentos sólo vemos a uno de los niños con sus pensamientos, el director nos pone a observarlo enmarañado en sus conflictos sin que emita una sola palabra. Hay algo de esto en la canción, cuando después del estribillo empieza a sonar la parte instrumental. Esta sección no nos trae algo completamente nuevo, sino una guitarra tocando lo que antes cantaba la voz en la estrofa. No hay palabras, las voces se callan, pero queda un eco que es la melodía. Es un trecho meditativo, donde quedamos solos con la banda repensando aquel conflicto que nos fue planteado.

Me quedé pensando en esa foto familiar que describí antes. El domingo almorcé con mi hermana y entre charlas me dijo que la Pepsi más rica que había probado era una de esas de vidrio que tenía mi abuela Tita en la heladera del quincho. Le di la razón. Se me dio por revolver cajones y buscar la foto, porque la había descrito de memoria. Finalmente la encontré y descubrí algo nuevo: a un costado y atrás, entre los árboles, se ve una parte del Peugeot 504 color marrón de mi otra abuela, Nini. Todavía lo tiene, aunque está guardado hace años porque ya no maneja. Si su auto estaba ahí, no sólo significa que Nini estaba ahí, sino que también estaba mi abuelo Julián. Pensé en él y me puse triste, era un detalle de la foto que no recordaba. Ese detalle actuó de fisura en la imagen, lo que no cambió mi idea de que todos los ahí presentes parecían felices, pero ahora no puedo dejar de ver a un costado un auto marrón, que significa ausencia. 

Un recuerdo de vos y de mí” termina como empieza: el mundo nunca estuvo mejor. La diferencia entre el principio y el final es que en el medio hubo un pero, o varios. Esta canción no te deja indiferente. Los peros traen la contraparte a la mesa, y eso no siempre es algo malo. Hebe dice “si no hay un ‘pero’, no hay cuento, no hay literatura. La literatura se basa en las contradicciones, las contradicciones vienen de las vacilaciones y las vacilaciones vienen de las distancias que uno ha tomado mucho tiempo atrás.” ¿No pasa lo mismo con las canciones? 

10 de enero de 2025

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