Taylor Swift por Calu Meraki

En estado de gracia:
Cómo me hice fan de Taylor Swift

POR Belén Petrecolla

ILUSTRACIÓN: Calu Meraki

Para ser un buen creyente primero hay que haber estado del otro lado. San Agustín, antes de convertirse en un ícono del catolicismo, vivió 30 años en una versión siglo I de mujeres, drogas y rock and roll: buen ejemplo de que no hay mejor devoto que quien antes fue detractor porque, una vez que ve la luz, su fe es irrevocable y su fidelidad, eterna. Hay algo del orden del destino en esas conversiones que dejan una marca indeleble, un antes y después en la línea cronológica que es la vida de uno. Algo así fue, para mí, septiembre de 2013.

Antes, un día de 2008 durante el recreo de una mañana de lluvia, mis compañeras de colegio y yo nos amontonábamos en el ínfimo baño del primer piso, acorraladas por paredes de material e iluminadas apenas por un par de tubos blancos fluorescentes, única fuente de luz en ese espacio sin ventanas, mientras intentábamos domar peinados atravesados por la humedad. Una voz se alzó entre el bullicio de conversaciones paralelas, el olor a desinfectante y las hormonas, y dijo (no tal cual así, pero casi): “Taylor Swift dijo que [un chico] la dejó por teléfono en una llamada que duró 27 segundos”. Sabía quién era él, ella no, pero tenía de algún lado una imagen de su cara: piel muy blanca, pelo rubio larguísimo de rulos, ojos achinados y una sonrisa que, me daba la sensación, era un poco falsa. Por alguna razón –que iba a entender recién años después– me puse del lado del varón conocido antes que de la mujer por conocer y dije (tal cual así): “Qué dice esa insoportable, seguro habla de él porque quiere fama. Que se deje de joder”. No volví a escucharla nombrar por varios meses.

Como efecto colateral de las incalculables horas que pasé esos años mirando E! Entertainment Television y leyendo páginas de chimentos yanquis, me fui enterando de algunos de sus escándalos de turno y de dos rasgos característicos: cantaba country y tenía fama de escribir canciones sobre sus exparejas. Esta cuestión le había valido el mote de mujer despechada (manera cordial de insinuar “loca de mierda”) en los medios del mundo. Seguí prácticamente sin conocer su música, ni a ella en sí, pero alguna que otra vez hice chistes sobre su vida amorosa, articulados con los pocos retazos de información que tenía. El asunto ni siquiera me importaba, pero provocaba risas fáciles de mis interlocutores.

Así seguí hasta 2013. Mi profesora de danza pasaba, todas las clases, las mismas secuencias de pasos para entrar en calor. Había una muy técnica (pliés, relevés, battements tendus, jetés, rond de jambe, de primera a quinta posición, con la pierna izquierda, después la derecha) que me costaba sobremanera, pero al menos se marcaba al ritmo de una canción que me gustaba. Me hacía acordar a las películas de porristas. Arrancaba con unos golpecitos cortos y fuertes, que servían como base del tema. Enseguida se unía una voz femenina, aguda, que fraseaba rápido. Nuestra secuencia de pasos terminaba a la altura del drop del estribillo, que explotaba después de un in crescendo de energía en unos Oh! altísimos.

En vez de preguntar directamente el nombre de la canción, tomé el camino difícil y me esforcé por entender algún fragmento de la letra a través del sonido empastado de los parlantes, para poder buscarla en Google cuando llegase a casa (una suerte de versión analógica de Shazam). Varias clases más tarde lo logré; apenas entré a mi cuarto, todavía con la mochila al hombro y la transpiración sin secarse, agarré mi iPod Touch y tipeé: “flew me to places I’d never been now I’m lying on the cold hard ground lyrics. También había descifrado un “you found me, you found me, you found me-e-e-e-e (¿decía “found” o “bound”?) y un “’til you put me down, pero el esfuerzo de disociación para coordinar los pasos y seguir la letra en paralelo no me había permitido mucho más. Saltó como primer resultado un video casero de YouTube: “I Knew You Were Trouble – Taylor Swift (lyrics)”.

“¿Eh? Pero ¿ella no canta country?”. Esto no sonaba a mi idea de country. Decidí, de todos modos, escuchar qué se traía. Me senté en el piso a ver el video, que mostraba la letra a la par de la música. No esperaba que detrás de ese sonido eléctrico y un poco caótico, que tan liviano me había parecido en otro contexto, me fuese a golpear una letra dura como la realidad misma.

Once upon a time, a few mistakes ago/ I was in your sights, you got me alone/ You found me, you found me, you found me.

En el más literal de los sentidos: a medida que pasaban los versos, vi que narraba una situación exactamente igual a la que estaba atravesando yo en ese momento de mi vida.

I guess you didn’t care, and I guess I liked that/ And when I fell hard, you took a step back/ Without me, without me, without me.

No más o menos, no un poco parecida: exactamente la misma.

And he’s long gone when he’s next to me/ And I realize the blame is on me.

No caí de rodillas solo porque ya estaba en el piso. Cantaba algo que de tan íntimo, reciente y doloroso yo todavía no había podido ponerlo en palabras. Cuando llegó el estribillo me quebré; para la estrofa siguiente, ya estaba tarareando la melodía como un mantra, mientras seguía la letra con la vista sin frenar a secarme las lágrimas.

En el torbellino de emociones que me pasaban por el cuerpo entendí (todavía sin palabras, pero con total seguridad) que esta era una de esas experiencias que te hacen jurar fidelidad eterna. Horas más tarde, sellé el pacto de manera definitiva: tuiteé sobre eso. “Años de boludear a Taylor Swift, escuché un tema suyo sin saberlo y me re gustó. La próxima vez que me haga la no prejuiciosa me pueden pegar”. 20 de septiembre de 2013 a las 12.42 AM.

Mi adolescencia no tuvo una banda sonora significativa. Para compañía y consuelo en esos años llenos de angustia y “nadie me entiende”, tuve libros y películas; las canciones me ponían la piel de gallina solo enmarcadas en historias, ya sean comedias musicales o capítulos de Glee. Varias veces me pregunté por qué, ya bien entrada en mis dieciocho años, una canción por sí sola me generó tal revolución emocional. Todas mis cavilaciones terminan en lo mismo: fue la primera vez que me sentí identificada. Por primera vez, una letra hablaba de mí

No sé si es porque el arte imita la vida y, a medida que crezco, paso por experiencias que Taylor ya tuvo (e inmortalizó en sus canciones) o porque mi vida inconscientemente imita un poco al arte para poder identificarme con él. Sea como sea, ese rito iniciático fue solo el comienzo. De ahí en más, las letras de Taylor se convirtieron en una biblia moderna: escrituras sagradas, llenas de parábolas, versículos y revelaciones para interpretar mis propias experiencias, una y otra vez.  

Cuando una persona a quien consideraba mi amiga confesó, una tarde sombría en un comedor todavía más sombrío, algo que me dañó mucho, “White Horse” fue lo que sonó en mi cabeza durante el viaje a casa. Lo sospechaba hacía meses, pero había elegido mirar para otro lado, forzándome a creer lo mejor (As I paced back and forth all this time/ ‘Cause I honestly believed in you). Aun así, en medio de la melancolía de esos 45 minutos eternos, tuve una extraña sensación de esperanza, de que algún día la tristeza iba a pasar (I’m gonna find someone someday/ Who might actually treat me well). Las clases compartidas y los incómodos encuentros de pasillo que tuvimos hasta fin de año fueron tal como “The Story of Us”: batallas de simular desinterés, impotencia de ver cómo algo se cae ante tus ojos y, sobre todo, silencios estruendosos. Fue una época dura de “Bad Blood”, pero derivó rápido en un mucho más sano “I Forgot That You Existed”.

Otra amiga (una de verdad) cortó por esa misma época con un novio. Recién estando soltera contó en detalle cómo habían sido sus infinitos doce meses de relación. El relato era un recitado palabra por palabra de “Dear John”: mensajes ambivalentes (And I lived in your chess game/ But you changed the rules every day/ Wondering which version of you I might get on the phone, tonight), límites difusos (You are an expert at sorry/ And keeping lines blurry) y victimización a pleno (And you’ll add my name to your long list of traitors/ Who don’t understand). Salió justo a tiempo y el daño fue reparable (But I took your matches/ Before fire could catch me/ So don’t look now). Ahora, por suerte, está muy bien (I’m shining like fireworks/ Over your sad empty town).

“Clean” es mi himno de autosuperación para celebrar que salí entera de días difíciles. Cuando me enamoré a primera vista de alguien en un contexto poco favorable, “Dancing With Our Hands Tied” captó mi sensación de fragilidad en medio de una avalancha inevitable. Y, aunque Nueva York es la ciudad con más canciones dedicadas en la historia, la única que no paré de cantar mientras miraba sus edificios desde el Top of the Rock en mi esperadísimo primer viaje allí fue “Welcome to New York” (It’s been waiting for you…).

Mientras el sentimiento esté, no es un problema si una letra no encaja cien por ciento: me he tomado la licencia artística de modificar algunas cuando la situación descripta no se ajusta del todo a la mía (sé que a Taylor no le molestaría). Si a ella le han criticado salir con mucha gente, a mí me han cuestionado salir con muy poca (siempre hay un “pero”). Mi cover de “Shake it Off”, entonces, rezaba: “I go on too little dates, yet I can’t make them stay”. Otra reescritura se dio la segunda vez que me encontré en una situación “I Knew You Were Trouble” (uno tropieza muchas veces con la misma piedra, o piedras parecidas, hasta poder sacarlas del camino). Una foto en Instagram me confirmó lo que, en el fondo, siempre había sabido; por unos meses, cambié los whispers on the street de la segunda estrofa a “I heard you moved on, from pictures on my feed.

Hay elementos recurrentes en sus letras que ya tienen estatus de símbolos: las dos de la mañana; rouge rojo; prendas de vestir perdidas, prestadas, olvidadas; el número 13; imaginería de batallas y tormentas; alcohol en todas sus formas; varones que manejan mal; besos bajo la lluvia torrencial, en autos y, más recientemente, en bares de mala muerte, son solo algunos. Su condición de oráculo convirtió a Taylor (para mí y para los millones de devotos que tiene alrededor del mundo) en una suerte de Jesús millennial: nacida en 1989, se sacrificó por nosotros, viviendo su vida frente a las cámaras y entregándonos sus experiencias en forma de canciones, para salvarnos de las vicisitudes de la juventud. No exagero, así lo dijo ella: “Estas canciones fueron alguna vez sobre mi vida. Ahora son sobre las suyas”. 

Apenas semanas antes de mi epifanía, hice un comentario sobre Taylor que recuerdo muy claro. Camino al subte por avenida Callao, una compañera de teatro me contó que se había encerrado en su cuarto y puesto “las tres canciones más pegadizas de Taylor Swift” para cantar a los gritos y sacarse la bronca de un día particularmente fastidioso (eran, si mal no recuerdo, “We Are Never Ever Getting Back Together”, “22” y “You Belong With Me”). Mi respuesta fue lo peor que unx swiftie puede escuchar: “¿Canciones sobre qué, sus exes?”, seguido de una risita estúpida que pretendía ser irónica. Una sombra le cruzó la cara: yo le caía bien, pero me quería mandar a la mierda. Lo sé no porque me lo haya dicho, sino porque es la misma situación en la que después me encontré yo, miles de veces, con otras personas.

Mi bautismo en el swiftianismo esa noche de septiembre fue, también, lo que derribó mis prejuicios sobre casi todo. Cuando me veo cayendo en primeras impresiones sin demasiado sustento, “esto puede ser el próximo Taylor Swift” es lo que me saca del reduccionismo (habilidad particularmente útil en esta época de fake news e información predigerida). 

Pero lo mejor que me dio fue la entrada al universo de la música. Si ahora tengo muchísimos artistas que me acompañan, si escucho los discos como piezas y no como canciones sueltas, si chequeo siempre los créditos de producción y paso la mayor parte del tiempo en el que no escucho música leyendo y escuchando sobre música, es porque las canciones de Taylor abrieron esa puerta para mí. 

Fui fan de otras cosas antes, de las que pensé que iban a ser para siempre; hoy no son más que un lindo recuerdo. Una parte de mí tiene pánico de que con Taylor pase lo mismo, pero trato de no caer en la paranoia porque, en el fondo, sé que ahora es distinto. Tal como ella dijo, “La unión entre una canción y nuestros recuerdos sobre las veces que nos ayudó a sanar, o nos hizo llorar, bailar o escapar es lo que realmente sobrevive al paso del tiempo”. Si así es, tengo Taylor para rato.

Una playlist en estado de gracia