Esos días ya no volverán
ILUSTRACIÓN DE ROMINA FRAGA
Mi descubrimiento musical favorito del año pasado fue Axolotes Mexicanos, una banda española que conquistó en partes iguales al adolescente punk que supe ser y al millenial otaku-depresivo que todavía soy. Lo de descubrimiento es relativo: me la sugirió el algoritmo de Spotify después de que se terminara un disco de Los Punsetes que venía sonando y, ya a primera escucha, me llamaron la atención. Las canciones de Axolotes son sencillas pero efectivas: están orientadas a la melodía, a medio camino entre el punk y el J-pop. En sus letras entran referencias a la cultura pop, a las redes sociales, a problemáticas aparentemente adolescentes —que también aplican para los que ya entramos en los 30—, todo con un tono humorístico lo suficientemente dosificado.
Tienen muchas canciones buenas, pero mi favorita es “Gotelé”. Parece que los españoles le dicen así a lo que nosotros conocemos como salpicré, un revoque granulado que se hace salpicando una mezcla de arena y cemento —sin cal— sobre el grueso de las paredes. “Gotelé” es una canción que tiene los tópicos comunes de la banda —la nostalgia, la ansiedad, las relaciones— pero potenciados.
La premisa es sencilla: la narradora vuelve a su casa de noche, antes de las tres. Tarde, pero no tan tarde. Se queda mirando al techo y empieza a recordar lo fea que era la habitación de una ex pareja. La enumeración de detalles se pone minuciosa y, aunque la narradora lo niegue y nos haya dado una pista de que no le importa recordar mucho las cosas (“la noche ha ido bien, llena de rostros que pronto olvidaré”), no puede olvidar la pared horrible de esa habitación y nos remata la lista con un “esos días ya no volverán”. Tanguero y demoledor.
Ese remate delata que lo feo no son las paredes de la habitación: lo feo —aunque no lo diga directamente— es no poder entender por qué alguien se aleja de uno. La memoria siempre parece encontrar la felicidad que perdimos entre los objetos cotidianos y detalles insignificantes.
La letra de “Gotelé” tiene una narradora que duda y niega, habita su contradicción. Si prestamos atención a la letra, podemos ver los ladrillos a través de las grietas de ese revoque grueso hecho a base de la negación. Podemos ver la historia oculta atrás de una capa superficial que se cae a pedazos.
La duda, la contradicción, la negación, me parecen una manera noble de abarcar las cosas sobre las que nos cuesta escribir. Esos narradores se hacen cargo de lo que somos: personas incompletas que todos los días se niegan a sí mismas por ese mandato estúpido que se maximiza en las redes sociales que consiste en aparentar estar siempre bien. Mandato, pero también meme. Tengo un sticker de WhatsApp de una Barbie totalmente destruida que dice “estoy bien”. Lo uso un montón. Durante mucho tiempo también compartí la ilustración del perrito con la casa prendiéndose fuego mientras dice “esto está bien”. Somos un poco esa Barbie, un poco ese perrito y un poco el protagonista de un cuento de Hemingway atravesando el río de los dos corazones mientras luchamos contra los demonios que viven en nuestro iceberg interior.
Me gustan los narradores de esas canciones porque son lo contrario a los discursos llenos de certezas. Las certezas nos aprietan y nos vuelven rígidos. Eso lo leí de una psicóloga y me gustó. También me quedó su conclusión: bajo lo aparentemente certero sólo hay inhibición. Me parece una buena certeza (por ahora).
Hoy me parece más necesario que nunca dudar, exponer esa vulnerabilidad y cantarla. Hay otro meme que me gusta mucho. Tiene 9 viñetas con conflictos clásicos de la literatura. Estas canciones estarían en “man vs. self”, la viñeta central, la del protagonista contra sí mismo. Además de ser letras complejas y de necesitar valentía para exponerse, creo que la duda también es un acto de madurez. O también podríamos decir de envejecimiento, no me causa incomodidad esa palabra. Las certezas rígidas que uno tiene en la adolescencia y a los veintitantos, se van ablandando con el paso del tiempo. Ian Mackaye fue el rey de las letras sermón con Minor Threat, banda fundacional del hardcore punk (género que muchas veces suele caer en el vicio de tener mensajes muy mandones y hasta moralistas). En Fugazi, su banda posterior, Ian, ya cansado de que las letras recontra verticales que había escrito en su juventud se interpretaran con la literalidad más chata/chota, cambió los mandamientos tallados en piedra por cosas como “América es una palabra, sí, pero la uso. El lenguaje me mantiene encerrado y repitiendo”.
Me acuerdo de un tango que escuchaba mi abuela en su casa que decía: “Vete ¿No comprendes que te estoy llamando?”, y a mí, ya de chico, me llamaba la atención que alguien dijera dos cosas tan opuestas a la vez. También pienso en un poema de Pessoa que dice: “En los manicomios hay tantos locos con certezas, y yo, que no tengo ninguna, ¿puedo estar en lo cierto?” Pessoa negaba ser un genio, pero lo era. También pienso en “Bluebird” de Bukowski, traducido como “Pájaro azul” (y algo ahí se pierde).
En “Bluebird” hay un narrador que lucha contra sus propias inseguridades y contradicciones. Lucha contra su propia tristeza, que Bukowski representa con un pájaro azul (en inglés, “blue” se puede usar tanto para nombrar al color como a la tristeza). “Hay un pájaro azul en mi corazón que quiere salir, pero soy duro y le digo: quedate ahí, no voy a dejar que nadie te vea”. Todo el poema es una lucha contra los mandatos y contra esas certezas que —hasta hace poco— parecían —¿o todavía parecen?— inamovibles: los hombres no lloran y las personas exitosas tampoco. Una lucha contra la tristeza que atenta con salir a través de las grietas de la fachada que construimos.
En esa lucha, el narrador niega todo lo que dice, construye un revoque grueso hecho a las apuradas. Pero hacia el final, se va desarmando y dice que saca al pájaro en secreto y que puede hacer llorar a un hombre. “Pero yo no lloro, ¿vos llorás?”, pregunta directamente al lector. No tengo idea qué es la poesía ni la literatura. No sé. Sólo sé que ahí, en esa pregunta final de “Bluebird”, conviven la poesía y la literatura, como conviven el pájaro azul y el corazón del escritor.
Alguna vez lo escribí en una canción para una de mis bandas: las pocas certezas que tengo tienen vencimiento. A veces, en el medio de la oscuridad de la noche, cuando dudo de absolutamente todo, miro mi pared y me acuerdo del salpicré de una habitación donde me curé de un montón de cosas que me dolían. Muchas otras todavía forman parte de mi iceberg submarino y no las puedo explicar.
Me acuerdo de varios lugares, de sus imperfecciones, y de las cosas que me llevé de cada espacio recorrido. Mis objetos a los que me aferro, sin extrañar (yo diría sin extrañar, pero mejor que el muchacho que fui responda). Me acuerdo de esa habitación. Me acuerdo de los nudos en el machimbre del techo y las imperfecciones tapadas con durlock. Me acuerdo también de despertarme con la luz mañanera del otoño, fina y pálida, colándose por la ventana, con el canto de los zorzales que llegaba desde el patio. Me acuerdo de despertarme y pensar que eso podría ser todo, para qué más. Esos días no volverán.
Como en “Gotelé”, a veces las cosas insignificantes me traen recuerdos. Y el pájaro azul que vive en mi corazón me pide salir y yo lo dejo porque es de noche y todos duermen. Y dormimos juntos, con nuestro pacto secreto. Trato de dormir de corrido y no despertarme en la mitad de la noche. Y cuando lo logro, al despertarme no veo el salpicré. Apenas veo la pared húmeda de mi habitación, que tiene la ventana cerrada porque no da a un patio con pasto, da a la fachada de una funeraria, que es horrible no sólo por la asociación inevitable a la muerte. Es horrible porque es una esquina fea y gris (que quizá algún día extrañe).
Me despierto y vuelvo a guardar al pajarito que, a pesar de la traducción/traición, sigue siendo azul: podría ser un arañero, un naranjero o un frutero, pero yo elijo que sea una tacuarita de canto mañanero y triste, como la del tango. Guardo a la tacuarita azul en mi corazón, en mi propio saucedal. La guardo bien adentro para que no pueda salir. Me levanto y durante el transcurso del día trato de no volver a pensar en eso. A veces funciona. Y a veces no, pero nadie parece darse cuenta. Nadie parece darse cuenta de las grietas que se ven a través de mi propio revoque grueso hecho a las apuradas.