
En retrospectiva, One direction
En mi mente, abarajo mil maneras de cómo empezar esto. Me siento como Arthur Stuart (protagonizado por Christian Bale) en Velvet Goldmine (1998), periodista que luego de un tiempo vuelve a hurgar en la vida de quién fue su ídolo de la adolescencia y también en la propia. Acá, algo exactamente igual a eso, pero en este caso se trata de quiénes fueron mis ídolos adolescentes: One Direction. Establezco mi metodología de investigación.
¿Primer y único paso? Mirar en retrospectiva.
Por Fiore Gonzalo
ILUSTRACIÓN DE Vic Scarrone
Me parece prudente comenzar con cómo entré al universo 1D, así que emprendo camino. Descubrí a One Direction a inicios de 2011, pero ellos crearon la banda en 2010, luego de que audicionaran de manera solista en The X Factor y posteriormente fueran eliminados. Después, en un afán marketinero, Nicole Scherzigner (una de las entonces jurados del programa), los reunió y les dio la oportunidad de conocerse y regresar al programa para concretar la boyband. Yo los descubrí con “NaNaNa”, un tema que estaba en las calles de YouTube de 2011 como un leak. Era lo único ‘oficial’ que había de ellos fuera de los covers que hacían en el programa. Poco tiempo después, salió el single que los catapultó fuera de Reino Unido: “What Makes You Beautiful”.
“NaNaNa” competía en un panorama difícil para el cupo masculino en la fama estadounidense, donde un Justin Bieber pateaba las puertas de los mejores programas de televisión y bandas como Big Time Rush y The Wanted estaban en crecimiento. La canción arranca con la incandescente, entonces vital y absoluta micropartícula de la voz de Liam Payne: “we’ve got a bit love-hate, you take me to the edge, then you hit the brakes”. Un Liam de diecisiete años con una vida por delante que empezaba a vislumbrar un futuro haciendo lo que lo apasionaba. La canción sigue con la aparición de los protagónicos agudos de unos prematurísimos Harry Styles y Zayn Malik, y, muy en el fondo, unos aplazados Niall Horan y Louis Tomlinson coreando.
Escuchar esa melodía en mi computadora de escritorio a los diez años fue como entrar en un estado de éxtasis. Yo venía de un vínculo con la música más bien amplio, curtía música de todos los palos. En casa, Manu Chao, Serú Girán y Pappo (curado por mi mamá y mis tíos) acaparaban los altoparlantes y la radio, mientras que en la tele (comandada por mí), pasaban desde Fall Out Boy, Illya Kuryaki and the Valderramas y Limp Bizkit, hasta Daddy Yankee y Wisin y Yandel (MTV y HTV eran mis loops constantes). Crecí en un ambiente muy permeable a mis gustos. Mi familia y mis amigas estaban abiertas a escuchar lo que yo estaba escuchando. Todos ellos, de manera directa o indirecta, habían delegado un amor orgánico por algunas de las que hoy considero las bandas de mi vida, liberándose de los prejuicios. Mi mamá me llevaba fin de semana por medio a pasear por Musimundo y Yenny (las únicas disquerías más o menos grandes en mi ciudad, Trelew, al sur de nuestro país en la provincia de Chubut), y me compraba todos los CDs que llamaban mi atención (gracias a mi madre cuento con una colección que va desde Avril Lavigne, David Guetta y Melanie Martinez a Divididos y obviamente, toda la discografía física de 1D).
El punto es que nunca había sentido algo así. Jamás, en mi corto periodo de vida, había sentido un grado tan alto de gusto inmediato con una canción. Al día de hoy no sé explicarme a mí misma qué encontré en esa canción que me voló de tal manera la cabeza, pero sí sé que todavía hoy se reproduce se me pone la piel de gallina cuando la escucho. Coming of age: si hasta ese entonces los horizontes no eran claros, ahora lo eran.
Con rapidez me convertí en una directioner. Lo sabía todo: nombres de los familiares de cada uno de ellos, sus pasados, sus inspiraciones y sus referentes, de qué equipo de fútbol eran, sus colores favoritos, a qué le tenían miedo, qué objetos se llevaban de gira. Fue un proceso en escala, y lo que comenzó como un consumo más terminó siendo una obsesión. Internet facilitó todo y me metí de lleno en Facebook, donde me hice una cuenta fake para poder formar parte de los grupos sin transar con mi identidad real. En un afán de fragmentarme, no quise que mi mundo virtual y mi mundo real confluyeran. Los quería kilométricamente lejos uno del otro. Al poco tiempo, me gané la credencial en el grupo oficial de Facebook. Para ser considerada una verdadera directioner tenías que responder correctamente varias preguntas referidas a la vida de los chicos. Si te iba bien te ganabas la credencial, que era tu foto de perfil editada con tu nombre completo y la firma de ellos, que te avalaba y te brindaba algo de respeto dentro del grupo.
Hoy en día me parece necio decir que lo sabía todo sobre ellos, pero en ese entonces lo creía. Lo creía porque lo sentía, porque en el grupo de Facebook nos reafirmábamos unas a otras (a la distancia, había chicas de todas partes del mundo, en especial de Latinoamérica) que ser fan era eso, conocer a tu ídolo cómo aún no te conocías a vos misma.
Roland Barthes presenta en su libro, La cámara lúcida, el concepto de “Punctum”. Es aquello que me llama la atención de una foto, que sale de la foto como una flecha y viene a pincharme. En sus palabras: «‘Punctum’ es pinchazo, agujerito, pequeña mancha (…); es ese azar que en la fotografía me ‘despunta’ (pero que también me lastima, me punza)’’. Es decir, un afán del destino que me pone enfrente de algo que me afecta emocionalmente.
El pasado 16 de octubre Liam Payne falleció en el hotel Casa Sur, a cuadras de mi casa. Yo, que estaba en un paseo de lectura con mi novio por el Jardín Botánico, sentí vibrar mi teléfono y me inquieté. Al revisar las notificaciones, mensajes de mis amigas abarrotados anunciando la noticia. El ídolo murió. En la tele la cronología de los hechos y un plano constante de las afueras del lugar de los hechos, que se llenaba más y más de chicas como yo construyendo un santuario en su nombre con fotos, cartas y velas, ensamblando las partes, protegiendo ese altar (como si él estuviera para verlo) en memoria del ídolo. Fue también un mensaje a las nosotras del pasado, a sus familias, a Louis, a Zayn, Harry y Niall. Un mensaje fuerte y claro: seguimos acá, por y para todo. Ese es el amor de un fan, dar sin recibir mucho a cambio, nada en realidad. El padre de Liam viajó a nuestro país para seguir la investigación de la muerte de su hijo y quedó fascinado con el altar que miles de chicas desconsoladas (como él) habían forjado. Rostros que se miran a los ojos y encuentran el mismo sentir. El abrazo del reconocimiento que acompaña y da calor.
Pero no quise ir, ya no me sentía parte. El suceso me aturdió y me dejó anonadada por días, sin nada que decir en redes frente a una ola de teorías y personas en búsqueda de ‘pegar’ un tweet famoso. Días después, un colega me compartió la convocatoria de Juana, que estaba buscando redactores para escribir en su Club de Fans, un proyecto que más allá de esto logró llamar mi atención. No suelo leer mucho material fan, pero me adentré en su web y todo me fascinó. Las diferentes ópticas, las tratativas, los planteos. El punto es que algo se prendió dentro de mí y en este caso, elegí accionar la investigación subjetiva.
La muerte del ídolo sale de la imagen, sale de la tele, de mi teléfono, y me pincha. Emocionalmente, me empuja a cuestionarme y conducir hacia atrás, a mi yo del pasado. Ahora, tomadas de la mano, nos direccionamos con un cúmulo de dudas en los puños, tratando de recapitular qué pasó en el medio.
La realidad atenta y, en un sincericidio absoluto, tengo que decir que nunca me sentí parte absoluta del fandom. Desde chica, nunca me vi compenetrada con esas retóricas de funcionamiento de doxxearse entre sí, patear a la de al lado por pensar distinto o acusarla de directionator, una fan falsa de 1D (que en una historia cíclica y de dobleces se termina replicando hoy en día en el modus operandi de hacer política en nuestro país). Nunca funcioné así, no me enseñaron eso, y tampoco pude sumirme a hacerlo por diversión. Mi concepción de diversión terminaba cuando había otra persona a la cual se estaba acosando y haciendo sentir mal. No era lo mío. Hoy en día tampoco me siento parte porque percibo las mismas conductas en torno a la muerte de Liam, donde chicas, ahora adultas, eligen permanecer en ese lugar y seguir haciendo lo mismo, buscando culpables o acosando a los involucrados en la causa.
Hoy me miro en retrospectiva y me pincha porque me reconozco en esas decisiones de fan. Me reconozco en mi profesión, en mi autonomía, y también cada vez que conozco nuevos artistas. Pero soy plenamente consciente de que en ese entonces yo no me conocía a mí misma, tenía 10 años. Sin embargo, miro en retrospectiva y, extrañando la foto, haciendo zoom, percibo tanto esos primeros síntomas de desencuentro, el alejamiento progresivo del fandom, como también aquellos rostros que tenía pegados en mi paredes y ese amor inexplicable que, de cierta manera, me ayudó a convertir el hobby en una profesión.
Mientras escribo esto veo una curaduría de fotos del funeral de Liam por medios amarillistas que titulan la noticia con un hambre voraz de clic: ‘’One Direction se reúne de nuevo’’. Al entrar a dichos portales y ver las fotos de mis entonces ídolos, ahora destrozados en lágrimas por la pérdida de su amigo ‘Payno’, me cuestiono el afán comunicacional, el poco respeto a nosotras, a la víctima, a las familias, a ellos. En ese cúmulo, encuentro una desilusión que parte con la muerte del ídolo y termina en el cuestionamiento de mi propio oficio.
Marina Enríquez dice en su libro, Porque demasiado no es suficiente. Mi historia de amor con Suede: “No creo que cualquiera tenga la predisposición para ser fan. Sí admirador, incluso coleccionista. Pero el fan tiene algo roto y melancólico, es alguien en busca de trascendencia o eternidad o esa otra vida que debería estar en esta, esa otra vida que tiene más colores, que se parece más a lo soñado”. Y sí, algo estaba evidentemente roto. Un 24 de diciembre por la noche estaba sentada frente a mi computadora, chateando con mis amigas virtuales en vez de estar compartiendo el momento con mi familia. Una chica de diez años en Nochebuena no debería encontrar su dosis primordial de serotonina en indagar en la vida de cinco chicos que no sabían quién era. Me angustiaba cuando les pasaba algo, cuando formalizaban sus vínculos o cuando se empezó a rumorear sobre sus consumos problemáticos. Si, algo estaba evidentemente roto.
Diana, let me be the one to
light a fire inside those eyes.
You’ve been lonely, you don’t even know me,
but I can feel you crying.
– “Diana” (2013)
Si bien mi fanatismo tuvo un pico de ascenso (de mis diez a los doce años) y otro de descenso (al ingresar a la secundaría comencé a perderles progresivamente el rastro, producto de otros consumos culturales y otras bandas ‘de culto’ como Nirvana, Green Day, Twenty One Pilots y N.W.A.), el fallecimiento de Liam me deja un sabor amargo en la boca. Me deja días pensando en lo malo de la masividad, en lo efímero de la vida y en las consecuencias de ser famoso.
El amor de fan es letárgico y poético, pero sobre todo es atemporal. Me detengo para introducir un poco de literatura clásica: el fanatismo directioner de aquellos años se asemejaba mucho al culto de las bacantes, mujeres griegas que adoraban al dios Dionisio (o Baco para Roma) retratadas por Eurípides en Las Bacantes. Probablemente, las primeras fans de las que tenga registro la historia. Las bacantes organizaban encuentros para rendirle culto a su dios, donde consumían alcohol y alucinógenos, cantaban y bailaban. Las bacantes eran mujeres fuertes: así como podían alabar a su dios con devoción absoluta, podían despedazarlo sin piedad alguna. Y eso pasó en los últimos meses con Liam Payne.
Entre septiembre y octubre de este año nos enteramos que Liam, el frontman, no solo había obligado a abortar a su exnovia, Maya Henry, sino también, que la había violentado física y psicológicamente. Gran parte del aquel entonces fandom (filtrado en el mejor de los casos por progresismos, movimientos feministas y maduraciones correspondientes a la edad) lo cancelaron inmediatamente. Me incluyo, y lo hago tomando plena conciencia de que no lo hubiera hecho antes. Comprender las implicancias de la vida que nos toca siendo mujeres nos da, más temprano que tarde, un posgrado de comprensión de la otra cuasi absoluta.
Y, sin embargo, algo retumbó dentro de millones de nosotras, ahora adultas, cuando Liam murió. Nos encontramos siendo empáticas con el ídolo errático que habíamos crecido escuchando y después destruido. La contradicción fue inevitable. El mundo creado por un fandom es, esencialmente, ficcional: nutrimos nuestra imaginación con la información que tenemos de los ídolos para idealizarlos y destruirlos si se escapan de ese estándar en el cual nosotras mismas los pusimos. Comprende tanto de devoción como de realidad brutal.
Mirando en retrospectiva no puedo ser clara. Las emociones se mixean con la realidad ineludible que es, para mí, ponerme frente a frente con mi pasado. Ahí, un dualismo de figuras con un cúmulo de pensamientos, una convicción y una gran desilusión: a pesar de que esta Fiore de veintidós años no va a poder cumplir el sueño de aquella Fiore de diez años (que en aquel pasado de ferviente fanatismo no pudo viajar a verlos porque su familia no podía permitirse ese gasto económico) de ver reunida en su formación original a la banda de su preadolescencia, aún hay lugar para el amor.
Nunca me sentí superior por transitar mi estadio de fan de esta manera (involucrada pero no tan involucrada), más bien sentí que podía ver y experimentar todo diacrónicamente, desde adentro hacia afuera, desde afuera hacia adentro. Permitirme el análisis sin que nadie me viera. Así, pude ahondar en un estado de percepción cuasi filológica y afirmar lo siguiente (como consecuencia del amor que viví, que estudié, y en el que creo): el amor de fan es devoto, desinteresado. Ser fan es dar, es peregrinar para ir a recibir a tu ídolo al aeropuerto, esperarlo en el hotel, seguirlo hasta el restaurant. Todo por materializar la humanidad. Ser fan es bancar, y bancarla de verdad, en redes, en la realidad, en defender las convicciones. Y yo creo que ser fan te da un master en eso, en confiar en tus convicciones, en no bajarle el precio a lo que te gusta y en lo que creés.
30 de enero de 2025
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