CAMBIA!
Por Inés Kreplak
ILUSTRACIÓN DE Angie Juanto
Me enteré de que C. Tangana tocaba en Buenos Aires a la misma vez que supe que había agotado los dos Movistar Arena y que no iba a agregar más shows. Esa vez hice lo que hago siempre que no puedo tener algo: le resto importancia para evitar sufrimiento y me invento excusas con argumentos muy sólidos para justificar que me quedé afuera.
La lista de razones varía o se acumula: no tengo plata para la entrada, es muy cara, seguro el disco suena mejor, a mí no me gusta salir, prefiero quedarme en mi casa. También existen argumentos más elaborados que varían según cada caso, por ejemplo: basta de darle plata a productos del mercado que cantan canciones autocelebratorias, que veneran los bienes de lujo inalcanzables para todos nosotros. En particular en este caso: ¿qué hago yo cantándole odas a Gucci, a cogerse mujeres frenéticamente, de creídos que piensan que cambiaron la industria musical de un país? Además, Pucho me hace acordar a mi ex novio, a lo que menos y a lo que más me gusta de él.
Chau, Pucho.
Decidí dejar de escucharlo y de mirar sus redes, así evitaría enterarme cómo era su show, intenté olvidar la fecha. Pero, cuando faltaba menos de un mes para el evento, me encontré escuchando sus canciones una y otra vez, volviendo a poner el Tiny Desk, mirando entrevistas, haciendo palmas, recordando lo aprendido cuando tomaba clases de flamenco. Sentía las canciones sin racionalizarlas. Caminaba por la ciudad con los auriculares puestos ganándole a la timidez, cantando en voz alta. Salía a la calle. Me adueñaba de mi barrio con su ritmo. Yo también podía disfrutar y que se me escuchara hasta España.
Una de esas mañanas me levanté y, en un acto totalmente impulsivo, empecé a seguir en Instagram una cuenta llamada “C. Tangana Argentina”, una suerte de fan club. Vi que en los comentarios del feed había gente que vendía y compraba entradas para los shows. Revisé mi caja de ahorros, no podía pagar tanto. Además, siempre fui muy desconfiada, ¿y si me estafaban? Otra vez pensaba demasiado. Dejé el celular y me preparé el desayuno. Pero, como me gusta sufrir, puse el disco El madrileño. El nuevo plan era escucharlo hasta el asco, hasta que me diera rechazo y no tuviera más ganas de ir. Con esta generación premoldeada la mentira del estudio se hacía demasiado evidente, seguramente hacía un mal show. Por algo él se jactaba de no cantar ni afinar. Qué diría de mí la joven que quince o veinte años atrás iba de Cemento al Teatro de Flores, de Obras a Huracán siguiendo a sus bandas de rock preferidas si me viera ponerme así por un producto del mercado que no tiene nada que ver con el clamor popular.
Sin embargo, algo contradecía mi argumentación: esas guitarras de Toquinho, Kiko Veneno, esas palmas andaluzas, las voces de La Húngara, Antonio Carmona, los Gipsy Kings, el Niño de Elche o el son cubano de Eladio Ochoa no eran un invento del autotune, tampoco del mercado. Jorge Drexler, Andrés Calamaro, artistas latinoamericanos tan fundantes de mi modo de sentir no iban a estar tan confundidos en celebrar a Pucho. Lo que me pasaba con C. Tangana en ningún sentido era algo racional.
Me dejé llevar. Respondí las últimas publicaciones de “C. Tangana Argentina”. Hola, me interesa, ¿a cuánto la vendés? Hola, ¿tenés la entrada en físico o en digital? ¿Me podrás mandar foto? Algunos no me respondían, otros me contestaban que ya estaba vendida. Me puse ansiosa. Una chica, que había tenido varias propuestas, me contestó a las horas. Todavía tenía disponible su entrada. La agregué a Instagram, quería verle la cara, la cantidad de seguidores, obtener información. Los negocios en torno a los recitales agotados en pocas horas, las estafas y la reventa eran una mugre que a mí no me iba a manchar. Aunque lo busqué, no noté nada en la chica que me hiciera sospechar. Ella también me agregó a Instagram, me habló, me dijo que era de Chile y que por cuestiones laborales no iba a poder viajar a Buenos Aires. Había conseguido que le devolvieran la plata del pasaje y del hotel, pero no de la entrada, por eso la revendía al precio que había pagado. Le pregunté cómo tenía que hacer para enviarle la plata y me contestó que le podía enviar por Paypal o Western Union. Ninguna de las opciones era viable y encima si la estafa era en dólares me resultaba peor, aunque la cifra fuera la misma. Todo se ponía demasiado complicado. Al fin y al cabo, ya lo había pensado, tampoco era tan grave perderse ese recital.
Al día siguiente le escribí para decirle que no iba a poder comprar la entrada y ella, sin demasiados preámbulos, me pidió el mail y me dijo que me la mandaba. Me dijo que, si iba a perderse el show, prefería que alguien disfrutara en su lugar. También que tenía pensado viajar a Buenos Aires en algún momento y que ahí podría pagarle. El gesto me conmovió. Pensé en que quizás no estaba al tanto de que en Argentina hay una inflación feroz y que, en unos meses con esa plata, con suerte, iba a poder invitarla a comer una hamburguesa con papas fritas, no mucho más. Cuando la entrada llegó a mi correo empecé a saltar en el lugar, a bailar sola y a cantar con ritmo desafinado que iba a poder ver a C. Tangana. Sorprendentemente, estaba contenta y confiaba un poquito más en las bondades de la humanidad. Aquel hombrecito que en mis argumentos era individualista, machista y mercantilista había propiciado un gesto de generosidad, una unión incluso entre dos países que suelen tenerse bronca.
Dos días más tarde vi en el Instagram del club de fans que estaban armando un WhatsApp para quienes íbamos a ver a Pucho. La idea era “manijear en conjunto”. Me sumé sin pensar demasiado. Iba a ir sola a un recital por primera vez y quería tener toda la información necesaria. Me dio vergüenza saludar y hablar. Porque, aunque había logrado vencerlos un poco, mis prejuicios seguían estando y ese grupo era un club de fans, gente enceguecida con vinchas en la cabeza que grita agudo, capaz de perder la dignidad por una foto, un saludo, un pelo, una mirada de su músico favorito. Y todo eso, claro, no tenía nada que ver conmigo.
De a poco empecé a leer en ese grupo que muchas, y muchos, también iban solos al recital y buscaban compañía, que otros venían de otras provincias del país y necesitaban ayuda con el hospedaje, con el transporte, con qué lugares turísticos conocer. Los porteños les respondían. Me pareció lindo que hubiera una red. También había un manejo grande de la ironía y el humor ácido, incluso para reírse del plantón que les había pegado Pucho en el Lollapalooza en marzo de ese mismo año. Circulaban burlas en torno a que era un petiso agrandado, un tóxico, el machirulo que todas nosotras teníamos permitido. Comentarios que jamás hubiera esperado del estereotipo de una fan porque incluso decían que Rosalía, su ex pareja, o Rocío Aguirre, su actual, eran mejores que él. Los chistes que circulaban en ese grupo me daban risa genuinamente, usaban los mismos stickers y memes que yo usaba con mis amigos en otros contextos, solo que la referencia o el punto de comparación era siempre C. Tangana. Incluso aunque me los imaginaba con acné y cara de adolescentes, esas chicas y chicos tenían más o menos mi edad y querían casi lo mismo que yo con un poco más de intensidad. Tenían remeras y nailart con diseños especiales para la ocasión. También eran capaces de ir a buscarlo al hotel y de ir un martes a las 9 de la mañana, después de la derrota de la selección en el primer partido del mundial, a hacer la fila para llegar a la valla y ver en primera fila el recital. Yo creía que no llegaría a tanto, pero dependía solo de una cuestión contextual. Era un poco fóbica, tenía mucho trabajo y no se me había armado un grupo de pertenencia en el que hacer eso fuera venerado. Pero seguro hacía cosas que para otros eran completamente desequilibradas como faltar a un cumpleaños o cancelar una cita para quedarme escribiendo.
Una noche, casi de madrugada, una compañera del grupo fue al aeropuerto porque vio en Instagram que uno de la crew de C. Tangana había publicado una historia desde un aeropuerto que mostraba la aerolínea y el destino: Ezeiza. Ella nos transcribía sus sensaciones en el aeropuerto y las ilustraba con fotos. Y yo, como los demás, estaba pendiente de qué pasaba. Al principio se había encontrado solamente con unos fans metaleros, la banda había llegado en seguida con mala onda y no los había saludado. Deseábamos que Pucho no hiciera lo mismo, pero de él no había noticias. Al rato, llegaron otras fans de C. Tangana, pero no tuvieron buena onda con nuestra corresponsal. Las especulaciones seguían. Si estaban ahí era porque algún dato tenían. Pero no pudimos averiguarlo. En un momento, se sugirió comprar una caja de alfajores en un stand de Havanna que había enfrente de donde ella esperaba. Podría ser un buen regalo. Varios le transfirieron plata en el momento para que la comprara. Desde mi cama y con el WhatsApp abierto seguía todas las interacciones y también alentaba. ¿Lo va a poder encontrar? ¿Habrá llegado en otro vuelo? ¿Recibirá los alfajores? Estaba pendiente del celular, minuto a minuto. Cada vez que en el chat nombraban a un miembro del equipo o de la banda yo lo buscaba en Instagram. No tenía idea de quiénes eran, pero igual ya era fan porque el fanatismo se contagia. Finalmente ella vio llegar a los músicos, pedir un combo en McDonald’s y subirse a un transfer. Antes de que se terminaran de ir, nuestra corresponsal corrió a regalarle la caja de Havanna a La Húngara que los recibió emocionada. Se sacaron una foto y se fue. Recién en ese momento, quienes estábamos siguiendo el chat nos fuimos a dormir con la sensación de que habíamos cumplido media proeza porque nuestra corresponsal estaba feliz y ahora era fanática de La Húngara.
Hablar con los chicos y chicas del grupo me hizo bien, me ayudó a manejar la ansiedad, me dio información que no tenía sobre C. Tangana, pero sobre todo me acompañó con risas durante varias semanas.
El día del recital, llegué al Movistar con mucha alegría. Compré una cerveza y la tomé sola antes de entrar. Una vez en el campo, compré más cerveza, convidé y conversé con gente desconocida mientras disfrutaba. Compartimos información que teníamos sobre el show, también hablamos sobre su relación tóxica con Rosalía y sobre el estadio. Especulamos en qué lugar se vería mejor y a qué hora empezaría. Yo ya sabía casi todo y lo compartí con los que estaban a mi alrededor. A los del fan club no los crucé porque ellos estaban sobre la valla y yo me quedé atrás, prefería tener espacio.
El show de C. Tangana fue uno de los más hermosos de mi vida y lejos de tratarse de un culto al individualismo, al consumo y al exitismo, lo más emocionante es que Pucho se hace grande porque tiene a los suyos al lado. Sus amigos, sus músicos, pero también grandes artistas de la canción española a quienes les da lugar para lucirse, para que el público también los ovacione. Pucho respeta la música española tanto como la latinoamericana, el trap y el pop tanto como el flamenco o la música de orquesta. Pero no se apropia, reivindica. No copia, construye sabiendo que no es el primero. Su show es una muestra de amor y de respeto por la música, por la sobremesa, por las noches, por la vida que se busca, las emociones que se encuentran al salir al mundo; y por su público al que le da todo.
Y yo, por primera vez en mucho tiempo, bailé.
Hasta poco antes en los recitales, o saltaba y hacía pogo acoplándome a un modo rockero, hijo de la cultura del aguante y de la hinchada de fútbol, o me quedaba quieta en el lugar apenas moviendo una pierna, intentando que la procesión fuera por dentro, sin demostrar el desenfreno que quería expresar. En este recital pude cantar, llorar y fluir con la música. Pude emocionarme sin control, mover las caderas, hacer palmas. Divertirme sin pensar en la mirada externa.
Después de tanta cerveza en un momento tuve que ir al baño. Ya tenía todo estudiado. Qué puerta estaba más cerca del baño y en qué tema saldría si me daban ganas. Para hacer más rápido corrí y, cuando volví, un chico me preguntó si estaba bien. Le dije que sí y me sorprendí. Me dijo que me había visto salir disparada y se había preocupado. Le agradecí con una sonrisa.
Volví a mi lugar y con la misma gente alrededor. Mientras cantaba “Me maten” lo entendí todo. Yo era parte de algo más grande, una emoción colectiva y, a pesar de haber llegado al recital sola, no lo estaba. Eso era gracias a un gesto de generosidad, a la música y a Pucho. Pero también gracias a mí, por cambiar.
28 de diciembre de 2022