Aunque la fantasía se acabe, sigo acá:
Revistas, faunos y un año de mi club de fans

Por Juana Giaimo

ILUSTRACIÓN DE Paula Sosa Holt

Últimamente me sorprendo cuando descubro que ya escucho a algunas bandas desde hace una década, o incluso más. De adolescente, todo era nuevo y ni siquiera pensaba si me iban a gustar para siempre. Por ahí lo daba por sentado. Después crecí y de repente me hice muy consciente de la música que dejé de lado y de que hay canciones que antes me importaban mucho y que ahora no me generan ni siquiera nostalgia. Supongo que darme cuenta de que hay bandas que llevo conmigo desde hace bastante tiempo es la cara positiva de la misma moneda: así como hay cosas que se abandonan, hay otras que uno siempre mantiene cerca. Una obviedad a la que, en mi usual pesimismo, no le había prestado mucha atención. 

Cuando pienso en todas las bandas que escuché de adolescente, 107 Faunos parece ser la que menos sentido tiene que me siga gustando porque, a medida que crecí me fui inclinando por el pop, y 107 Faunos parece estar en el palo opuesto (aunque su descripción de twitter es “slacker lo-fi pop heroes”, así que quizás no están tan lejos). Diría más bien que me enamoré del pop porque, como pasa con las personas, me mostró el mundo de una forma que hasta entonces no había visto y dejó que mis emociones florecieran. 

En diciembre del año pasado, unos días después de sacar entradas para la presentación de El ataque suave, el quinto disco y el más nuevo de la banda, le comenté a una amiga que los iba a ver. Ella no los conocía, así que traté de darle un pantallazo de cómo sonaban, cayendo en esos lugares comunes que todo fan sabe de ellos, “hacen canciones cortas, muy indie”, “antes había dos cantantes, quedó el que no canta tan bien” y esas cosas que, si bien tienen verdad, no terminan ni de esbozar su música. Al final, terminé mostrándole algunas canciones y ella me dijo, “¡Pero son lindas!». Una forma sencilla de describirlas, pero por ahí la más acertada.

* * *

A 107 Faunos los descubrí por una nota en Los Inrockuptibles, la revista de mi adolescencia. Y a la Inrockuptibles la descubrí en la primera edición de la feria de discos que se hacía antes en Buenos Aires. Esa vez fue en Costa Salguero, en un galpón cerrado sin ventanas, lleno de puestos uno al lado del otro. La gente se amontonaba en cada uno, pasando disco por disco con un empujoncito rápido de los dedos que hacía que choque el plástico de un CD contra otro al sonido de un “tac”. De repente, vi un puesto diferente: tenía revistas con mis artistas preferidos en la tapa, esos de los que yo creía que nadie más hablaba: Arctic Monkeys, The Strokes, Regina Spektor y muchos más que no conocía. Hoy suena gracioso escribir de ellos como si fueran del under, y por ahí antes también, pero en esa época el mainstream y el indie (incluso si eran artistas que pertenecían a discográficas multinacionales) estaban divididos por un tajo más abrupto.

Compré cuatro números y, desde ese día, la empecé a comprar todos los meses. A diferencia de la Rolling Stone, que la podías encontrar en cualquier lado y que todas las personas conocían, iba a comprar Los Inrockuptibles al kiosco de diarios de la estación de servicio de Brandsen y Mitre, el único en Quilmes que sabía que la traía. Probablemente había otros, pero en mi deseo adolescente de ser diferente, me gustaba tener que ir a buscarla ahí. 

Generalmente iba al mediodía, en esa hora que nos daban en el colegio para almorzar antes de volver a entrar a la tarde, y la guardaba en la mochila hasta que llegaba a mi casa. En la adolescencia, mi fanatismo pasaba casi completamente por internet (cuando todavía los límites con la vida “real” eran más nítidos) y me costaba tener experiencias relacionadas a la música que pasaran fuera de mi habitación. La revista era especial, se sentía cercana, especialmente porque era argentina, lo que significaba que la gente que escribía ahí debía ser más o menos como yo. Durante algunos meses, tuvieron un programa de radio que iba una vez por semana a la noche. No me lo perdía nunca porque escucharlos, ponerle sonido a esas firmas en el papel, me hacía sentir más cerca de ese espacio soñado que era la redacción de una revista de música.  

Me fascinaba todo de la Inrockuptibles aunque solo captara la mitad de las cosas. No me refiero a que no conocía mucho de lo que cubrían, sino sobre todo a que era la primera vez que me encontraba con palabras que, más que dar información o noticias, intentaban decir algo sobre música. Como toda escritura, tiene sus estructuras, reglas y formas de romperlas, costumbres y lugares comunes (como esa época en la que todo era “ecléctico”, a tal punto que creo que hoy los editores directamente prohibieron usar esa palabra), y eso simplemente lleva tiempo incorporarlo.

Este verano estuve hojeando algunas Inrockuptibles viejas y descubrí que la nota por la que conocí a 107 Faunos está en un número del 2008: es justamente uno de esos cuatro que compré en la feria. Qué casualidad, ¿no? También encontré una nota del 2010 por el lanzamiento del segundo disco, Creo que te amo, en donde se preguntan si es la mejor banda argentina del momento. Las primeras canciones que escuché de ellos fueron “Calamar Gigante N°8” y “Días dorados”, y tuve esa primera sorpresa ante algo que sonaba diferente y que no estaba segura de si me gustaba. Pero los seguí escuchando igual, más que nada porque quería tener el mismo gusto que la Inrockuptibles, pero también porque al menos no era el rock que pasaban en la radio o en la televisión, ese rock tan respetado e intocable que terminaba siendo un poco intimidante y, siendo sincera, aburrido también.

En 2014, Carlos Reyes de Club Fonograma (que era una especie de Pitchfork para Latinoamérica) reseñó Últimos días del tren fantasma y describió las canciones de 107 Faunos como “snippets”. No me acuerdo de nada más que mencionara la reseña, pero esa palabra siempre me quedó dando vueltas. En español significa “fragmentos” o “retazos”, horrible. Siento que en inglés el sonido tiene cierta ternura e informalidad, como la música de ellos, y por eso cuando la leí, pensé: “¡Claro! Es eso.” 

Por esos años, 107 Faunos hacía canciones con una duración promedio que no llegaba a los dos minutos, usando una especie de estructura pop con elipsis, donde te encontrabas con las secciones clásicas pero usadas al antojo de cada canción. Algunas podían terminar en el primer coro o en el puente (sin necesidad de volver al coro como se hace usualmente), y otras simplemente repitían el verso dos veces o consistían sólo en un coro y nada más aunque no sé si eso tiene sentido, dado que un coro se identifica en parte por la repetición, pero para mí era un coro. Lejos de ser canciones apuradas, cada tema se empezaba a desarrollar como si fuera una canción de tres minutos y después simplemente no lo era. Un capricho, pero también una forma de darle importancia a lo pequeño. 

La primera vez que vi a 107 Faunos fue en el 2015, en el Matienzo. De ese recital recuerdo estar parada un poco atrás y no sólo verlos a ellos, sino también a su público. No me esperaba encontrar gente tan fan. Uno nunca se espera encontrar fans en el indie, a tal punto que los artistas suelen decir “nuestro público” o una construcción igual de pesada con tal de evitar esa palabra. Pero la gente que fue a ese recital sabía todas las letras, hacía pogos amistosos, tiraba algún grito al escenario y, sobre todo, estaba llena de alegría y ganas de estar ahí. ¿Y no es eso, al fin y al cabo, un fan en su forma más pura? 

En ese momento yo ya había terminado el colegio, mi relación con la música había empezado a cambiar y lo que antes me parecía un piso sólido de repente no lo era más. Por un lado, me di cuenta de que no tenía sentido escuchar música desde lo abstracto e impersonal, como proponía la crítica. Empecé a pensar, por primera vez, que la música pasaba más bien por las experiencias, por unir canciones a momentos de la vida, algo que, para alguien que había pasado la adolescencia encerrada en (Music) Tumblr, era un descubrimiento nuevo.

A la vez, fui dejando de amalgamar mis gustos a los de la crítica. Antes escuchaba mucha música que en realidad no me interesaba o, más bien, tenía un gusto que pasaba por lo intelectual. Tiene también que ver con las épocas, porque desde fines de los noventa hasta mediados de la última década estaba la idea de que te tenías que esforzar por que te gusten ciertos discos (que nunca eran mainstream), y no escucharlos te dejaba por fuera de un círculo cool (al que en realidad ni siquiera pertenecías). Al igual que muchos, empecé a cuestionar todo eso. Dejé de echarme en cara que no me interesaran ciertos artistas para empezar a apreciar más ese pop que siempre me había llamado la atención pero que ni siquiera me había permitido escuchar, mucho menos disfrutar. Hoy la situación es diferente, el pop y su público ya no son víctimas de nada y, honestamente, me siento un poco tonta hablando de la influencia de la crítica, pero antes realmente nos importaba.

En ese redescubrir mis gustos, fui rechazando la música grandilocuente. Dejé de encandilarme por lo que se toma tan en serio, con pretensiones que siempre terminan en el desprecio de lo masivo y, a medida que fui creciendo, me empezó a gustar más lo que aparenta sencillo y, para mí, más genuino. Viéndolo ahora, fue un cambio en el que 107 Faunos encajó casi a la perfección.

* * *

Cuando tenía alrededor de 18 años, mandé un mail a la redacción de Los Inrockuptibles diciéndoles que me gustaría escribir en la revista. A esa edad ni sabía lo que era un sumario y me imagino que mi mail habrá sido muy simple y bastante patético, pero me respondieron, con humildad, para decirme que por el momento no estaban buscando redactores. Varios años después (ahora sí, lamentablemente, ya sabía lo que era un sumario), me animé a escribirles otra vez y la respuesta fue que era probable que el próximo número fuera el último.

Y lo fue. En la tapa salió 107 Faunos, porque por ahí en la despedida, más que nunca, hay que reafirmar la identidad. Me gusta que en esas últimas comunicaciones con los lectores hayan tenido un tono diferente. “Acá está el disco del año. Les avisamos con tiempo. Ahora sí, chau.”, twittearon, y compartieron Madura el dulce fruto. Era mentira, porque una semana después volvieron a twittear que les daban vergüenza los nuevos discos de los grandes artistas locales. Total, qué más daba.

La compré, claro. Aunque me puso triste, la verdad es que hacía años que había dejado de leerla, solo algún número muy de vez en cuando. No sé por qué. Cuando hablo con otros lectores de la revista dicen lo mismo, así que supongo que tiene sentido que la publicación llegara a su fin. Pero me sentía un poco culpable, como si la revista se hubiera podido mantener a flote sólo porque yo la hubiese seguido comprando todos los meses.  

* * *

Escuché el nuevo disco de 107 Faunos, El ataque suave, un año después de que salió (en mayor parte porque durante la pandemia me di cuenta de que estaba harta de perseguir novedades, y dejé de escuchar lanzamientos nuevos). Cuando vi el video de “Recuerdos de ya”, con ellos haciéndose un poco los payasos en lo que parece ser una clase de baile contemporáneo, no pude evitar sonreír. Enseguida saqué entradas para la presentación del disco que, como si me hubiesen esperado, también fue un año después (aunque seguramente haya sido a causa del covid, o por ahí no tanto, porque la presentación de Madura el dulce fruto en capital fue también al año siguiente de que salió el disco.)

Después de tocar El ataque suave entero y en orden, dijeron algo así como que se venían los grandes hits. Una ironía para una banda que suele ser considerada de culto, pero de alguna manera ellos tienen canciones con tradición dentro del público: “Jazmín Chino” suele crear un momento tierno,  “Movimiento de las montañas” tiene un coro para cantar a los gritos, y siempre están los gedes que siguen pidiendo que toquen “Pretemporada”. Me parece, también, que 107 Faunos está en esa encrucijada irónica entre lo culto y lo popular, como cuando participaron en un evento de Coca-Cola, cuando hace poco Dillom se sacó una foto mientras ellos tocaban atrás, o incluso cuando veo mis artistas más escuchados de los últimos meses y están ellos rodeados de grupos de k-pop.   

Una vez, alguien (un varón, claro) me dijo, haciéndose el canchero, que había escrito una crónica de un recital sin haber ido para demostrar que ese género de escritura básicamente no tiene valor. Entiendo la supuesta rebeldía, pero se podría hacer con todas las escrituras, ¿no? Si hubiera hecho eso con el recital de 107 Faunos, no podría escribir que un rato antes de que empezara había un chico en el bar de enfrente que le explicaba a su amigo cómo el sonido de la banda había cambiado desde que se fue Miguel Ward (que ahora era “más volado” era lo que repetía);  que en el puesto de merchandising una chica comentaba que ya tenía dos remeras de ellos y se quería comprar una tercera; y que en el recital había otra chica, sola, que parecía tener la mirada pegada al escenario y que, en las últimas canciones, se metió en el pogo entre todos hombres.

Tampoco podría escribir que unos días antes me di cuenta de que iba a ir sin conocer muy bien las canciones del nuevo disco y entonces lo escuché un montón solo para aprendérmelas, o que me pareció una sorpresa re linda que en “Geometry Dash” cada uno cantara una frase, porque no me había dado cuenta de las diferentes voces en la versión de estudio. Si bien todos los temas tratan del paso del tiempo, de fantasías que terminan y de buscar razones para vivir y morir, siento que esta canción lo hace más explícito, por ahí porque es más lenta y empieza con una batería sutil, dejando la letra más al descubierto para que ese “que no sé ni cómo existir” resalte más, o mejor dicho, que te parta en dos.

Hace poco me di cuenta de que, en mi experiencia, escuchar música siempre fue de la mano con escribir de música. Abrí mi primer blog, un fotolog, a los trece para subir fotos de las bandas que empezaba a descubrir. Obvio que no analizaba mucho, solo repetía cosas de Wikipedia, pero me sorprende que ya en ese momento tenía la necesidad de poner en palabras todo este arte, industria, comunidad, como quieran llamarlo (antes me interesaba clasificar y definir, ahora no tanto). 

Pasan los años y todavía no me siento identificada con los términos “periodismo” ni “crítica”. Antes aspiraba a llegar a eso, hoy simplemente me gusta decir “escribo de música”, porque al fin y al cabo es lo que hago. Muchas veces creo que el panorama es bastante deprimente: en los últimos años vi muchísimas más revistas y sitios web cerrarse (o echar a la mitad de su redacción) que abrir. Precarización sobra y, aunque me costó verlo, el sueño de trabajar en una redacción y vivir de esto está más que muerto (y cuando lo acepté, lo lloré un montón). Sin embargo, sigo escribiendo. 

Mi Club de Fans existe desde hace un año. Esta nota no la pensé como un editorial por el primer aniversario, la empecé a escribir en diciembre, justo después de ver a 107 Faunos en vivo, pero pasó el tiempo, o por ahí lo dejé pasar a propósito para que coincida la fecha de publicación con el cumpleaños. Creo que esta página web es el resultado del recorrido que plasmé en la nota. Antes, estaba muy enojada con la Juana adolescente que se aislaba en su habitación y se creía mejor por escuchar música diferente, pero ahora no y, aunque me reconozco como otra nueva, le tengo cariño. Creo que aprendí a abrazar las diferentes etapas de mi relación con la música y la escritura, que al fin y al cabo son las diferentes etapas de mi vida. En el editorial de despedida de Los Inrockuptibles escribieron: “Ojo crítico y espíritu de fan nunca nos faltaron”. Creo que eso es lo que busco yo también. 

Se me ocurrió Mi Club de Fans con una premisa bastante simple: no puedo ser la única interesada en volcar en palabras lo que la música me genera. Por suerte, tanto no me equivoqué. Me emocionan las notas que ya publicamos y me veo a mí misma hablando con una sonrisa cuando le cuento a alguien sobre este proyecto. Me llenan de orgullo los redactores e ilustradores que pasaron este primer año por acá. Sé que ellos abrieron un poco su corazón en Mi Club de Fans y por eso les estoy agradecida. Ojalá hayan podido sentir la calidez que hace falta en una internet que cada vez está más difícil de habitar y me gustaría que ellos también estén contentos de su paso por esta página, que sepan que tienen una puerta abierta. 

En el recital, cada uno de los Faunos tenía unas flores atadas a sus micrófonos (siguiendo una tradición de decoración casera que otras veces incluyó globos y banderines), y al final las tiraron al público. De adolescente me hubiese quedado observando, por ahí por miedo a no ser lo suficientemente seria, algo que creo que muchas chicas atravesamos mientras crecíamos para no parecer superficiales. Esa noche, en cambio, agarré un par de flores del piso. Una mujer me vio y me dio otras que había agarrado ella, un gesto que no era necesario y que me sacó una sonrisa. Más tarde las puse adentro de un libro para que se secaran y, cuando pasen los años y muchas cosas más hayan terminado, las encuentre otra vez y piense en todas las canciones lindas de 107 Faunos que me siguen acompañando. 

19 de mayo de 2022