Canciones para padres
Por Juana Giaimo
ILUSTRACIÓN DE Marina Ce
Me pasó algo lindo en el Primavera Sound que quiero contar.
A mí papá le gusta mucho Phoebe Bridgers y realmente tenía ganas de ir a verla. Con los cambios de horarios debido a la tormenta, su show se pasó para las 5 de la tarde y nos fuimos de mi casa a las apuradas.
Estacionamos cerca, pero yo tenía miedo de no llegar a tiempo, así que, en la caminata al predio, me adelanté y dejé atrás a mi mamá y mi papá.
Lo logré: llegué diez minutos antes de que Phoebe empezara a tocar. Sin embargo, estaba inquieta. No sentía la emoción de un recital que está por empezar. Hacía cálculos de si mi mamá y mi papá ya habrían llegado, los llamaba y les mandaba mensajes pero la señal era muy mala. Veía a la gente a mi alrededor y pensaba que mi papá, de más de sesenta años, debía ser sin dudas el fan más grande de todo el público.
Eso siempre me pareció lindo de su relación con la música. Lejos de quedarse cómodo con los artistas de su juventud, todavía tiene curiosidad. Tampoco es que escuche trap, pero sigue buscando voces nuevas.
Cuando Phoebe empezó a tocar, sonreí pero más bien por obligación. Seguía preocupada, y hasta me imaginaba que por ahí uno de los dos se había tropezado o que de repente la gente se había amontonado tanto en la entrada que habían quedado varados.
Miraba para todos lados, buscando la cabeza canosa de un metro ochenta y seis siempre fácil de ubicar. La torre de sonido me tapaba la vista y, para ver el público del lado izquierdo, tenía que irme más atrás.
No me podía mover por ese miedo tonto, casi infantil, de perderme un sólo segundo del recital, como si pudiera pasar algo extraordinario que si no lo viviera me arrepentiría por el resto de mi vida.
Antes de tocar la tercera canción, escuché que Phoebe preguntó si había algún papá en el público. Viendo las redes sociales más tarde, supe que en realidad preguntó si alguien tenía una relación complicada con el padre. Supongo que mi preocupación del momento hizo que entendiera lo que yo quisiera.
Pero cuando dijo eso y empezó a sonar “Kyoto”, finalmente le di la espalda al escenario, y me fui hasta atrás de la torre de sonido en donde ya no había personas amontonadas sino grupos desparramados como manchas sobre el pasto.
Y claro, ahí estaban: mamá y papá, tranquilos viendo el recital.
Corrí con la adrenalina agridulce de “Kyoto” de fondo, la voz suave de Phoebe frente a un cielo gris encapotado, y los abracé tomándolos por sorpresa. ¡Qué tontería! Los había visto hacía menos de media hora. Ellos siempre se ponen tan felices de vernos a mis hermanas y a mí, realmente no tiene sentido. Y yo siempre me pongo feliz de que ellos estén felices.
Le dije a mi papá: “¡Phoebe te dedicó esta canción a vos!”, y él me abrazó y yo estuve soltando varias lágrimas el resto del recital.
Con el tiempo, aprendí que los recitales pasan afuera de mi cabeza y abajo del escenario también, y que la música se trata de las personas que nos rodean y las emociones que le vamos agregando, (ya escribí una nota larguísima sobre ese aprendizaje, vayan a leerla).
Después de una pandemia y tantas otras cosas, ya no me importaba que la música se hiciera difusa por estar parada más lejos, que se mezclara con el ruido de algún otro escenario ni que se escuchara la charla de la gente alrededor. Quería ver a Phoebe pero lo que más quería era estar parada ahí, esperando la lluvia y que mi papá me señalara cómo la casa de la pantalla del escenario durante “I Know The End” se iba incendiando hasta que quedaban solo fuego y escombros.
6 de diciembre de 2022